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El latido de la máquina de baile

El latido de la máquina de baile
El latido de la máquina de bailelarazon

El autor lo deja claro desde el principio: la música «rave» está vinculada desde sus orígenes al uso de drogas, el éxtasis o MDMA, y por eso Simon Reynolds le dedica a un capítulo, el primero, a describir los efectos y consecuencias de su consumo sin juicios de valor ni invitaciones a su uso, sino como una llamada al conocimiento. Ahora bien, reducir el fenómeno que ha dado lugar a estilos musicales como el house, el techno, el hardcore y otros subgéneros al simplismo de las sustancias es algo que Reynolds se ocupa en desmontar a lo largo de las más de 600 páginas de «Energy Flash», una monumental disección del fenómeno con ánimo enciclopédico y un notable estilo literario para llegar al fondo de una cultura, un modo de vida, y un pedazo de la historia musical.

Deshumanización total

Esta historia comienza en los suburbios de Detroit. Cuando, de la manera menos esperada, un trío de chicos negros que vive en la clasista y segregada ciudad del motor, busca una vía de escape, una huida a otro lugar menos deprimente. Y curiosamente, estos chicos negros encuentran su válvula de escape en la electrónica blanquísima de Kraftwerk y en un imaginario de cohetes espaciales y videojuegos, que se presentan como un lenguaje nuevo. Esta es una vía cibernética de libertad frente a opresión, con sus tres pioneros: Derrick May, Juan Atkins y Kevin Saunderson, que fueron los primeros en transportar esa música cuadrada a un código de baile, la esencia de la negritud. Se enfrentaron al desprecio de todos y por eso el techno quedó pronto recluido a ámbitos marginales, como ocurrió en la vecina Chicago, donde el house era el modo en que la comunidad gay encontraba la iglesia «de la gente que había perdido a gracia divina». Aunque irónicamente muchas de las divas de las noches más locas procedían de coros de iglesias. Ésta es una nueva música que habla de robots, marionetas, zombis sin voluntad. Ni siquiera hay un cantante, apenas una voz mil veces repetida y, por supuesto, no hay relato ni mensaje como en el pop. Es una deshumanización total en la que el autor no existe, sino que hay un productor anónimo, y, finalmente, esta música no es arte: es el vehículo para un viaje. Porque pronto no se puede disociar la música de los efectos liberadores del éxtasis. Esta droga, que hasta 1985 fue legal, no nació pensada en el hedonismo, sino para terapias de vinculación emocional. Fue una sustancia que favorecía la empatía y la conexión entre desconocidos, y su descubrimiento para la electrónica es un camino por el que Reynolds nos conduce a través de un rebaño de tipos sin camiseta y con los ojos en blanco.

Es la llamada cultura «rave», mecida por ritmos repetitivos pero no carentes de emoción: aunque no lo parezca ni se exprese en el tipo de lenguaje al que estamos acostumbrados, sus efectos se miden a nivel microcelular, a través de las sensaciones provocadas por los bajos golpeando en el pecho: «No es un sentimiento, es un ''ohm''natural», dice el autor. Es la vibración, el ritmo y el latido, el contacto de la electricidad con nuestra biología. Ésa es una de las virtudes del libro, que combina el acento enciclopédico (minucioso en nombres de artistas, sellos y temas) con una excelente ( a veces tronchante) descripción de las emociones por los hechos vividos por el periodista y crítico, y que además trata de descodificar en conceptos e ideas que hacen más accesible la comprensión del fenómeno por sus causas sociales y estéticas en un texto excelentemente traducido.

Lo que sedujo a cientos de miles de personas a ambos lados del Atlántico durante una década febril fue el sentimiento de libertad, de fraternidad. La ceremonia pagana de unión con desconocidos y superación de una enfermedad que en el caso de los británicos describe como «estreñimiento emocional», es decir, su incapacidad para relacionarse afectivamente con los demás. A las islas británicas llegó este fenómeno primero como música electrónica blanca, llamada Balearic porque la importan desde Ibiza turistas de clase media a la vez que el MDMA. Y algo raro empieza a pasar. «Hooligans» de equipos rivales coinciden en un club y en vez de arrancarse los higadillos se dicen cosas tan imposibles como «te quiero, tío». Comparten pista de baile y sustituyen el ritual del alcohol por el éxtasis. Es en Inglaterra donde la música estrecha su vinculación con las drogas y el entorno en el que Reynolds se maneja a la perfección: las fiestas pasan del club a la nave industrial ocupada, y de ahí a la romería pagana de la «rave» en la curva de alguna circunvalación. El éxtasis alimenta los sueños de libertad mientras la Policía inglesa crea una brigada antifiestas. Los tabloides narran las supuestas orgías y la escena sigue creciendo como una guerra de guerrillas. Se traslada al norte, donde surgen grupos increíbles como Happy Mondays, The Stone Roses o Primal Scream, cada uno con su estética y sus principios. Curiosamente, igual que en el norte del país se había creado el Northern Soul a partir de música negra más una droga (anfetaminas), en este caso fundan el Acid también a partir de un estilo negro, el techno. Entonces, Inglaterra pasa del punk, que es decir a todo que no, a la «rave», que es decir a todo que sí. El carnaval no se acaba, la embriaguez dionisíaca se desmadra (si hace falta citar a Virgilio o Nietzsche, Reynolds lo hace) y unas pocas muertes saltan a la palestra. Los anarcohippies (perroflautas) tratan de subvertir el orden establecido con su paleolitismo basado en la tecnología (musical y química), y, aunque el endurecimiento de la represión acabó con ellos, demostraron que el «establishment» les llegó a ver como una amenaza real. Esta es la forma en la que cunden los estilos musicales cuando son fruto de contestación política. Los subgéneros afloran ligados a filosofías y estéticas y aparecen artistas –así hay que llamarles– que llevan este lenguaje nuevo más arriba, en un juego de ida y vuelta entre Europa y EE UU persiguiendo una utopía que en España siguieron, aunque no aparece ni mencionada –claro– los fieles de la «Ruta del Bakalao». Porque la mayoría sólo quiere bailar y bailar sin dormir y sin descanso: «El problema es que la máquina es exigente: cobra un caro peaje a su ''software'' humano. Se necesita energía artificial para el sistema nervioso y el régimen de la ''rave'' desgasta los componentes de carne y hueso, tanto física como mentalmente», escribe el autor. La fiesta del fin de semana fabricaba autistas de diario y las paranoias y alucinaciones aparecen entre los ''ravers''. «El éxtasis te hace sentir angelical pero luego te convierte en un demonio», cuenta sobre el «gran bajón químico» que vivió la escena en 1992. Pero la máquina siguió latiendo. Y provocando algún síncope.