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El libro que Trump no quiere leer

El libro que Trump no quiere leer
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Tal vez el primer lector al que tendría que caer en las manos este libro se llama Donald Trump, el mismo que al poco de llegar al poder, y a la espera de posibles rectificaciones, ordenaba un detalle tan simple como increíblemente despectivo: sacar de la web de la Casa Blanca el idioma español. No hay manera más contundente y cruel de borrar de un soplo a millones de personas: cercenar su acceso lingüístico, quitarles la voz y ningunearlos. Sólo lo autóctono, lo de casa vale; y en casa se habla inglés, de modo que para qué dar cobijo idiomático a otra presencia, aunque en el llamado estado libre asociado Puerto Rico la lengua preponderante sea la de Cervantes. A pocos viajeros se les escapará que es posible visitar Nueva York sin apenas practicar el idioma de Shakespeare y comunicarte si eres hispanohablante. Es tan normal como atravesar California de cabo a rabo y comer, poner gasolina u hospedarte en español porque, en la mayoría de ocasiones, habrá un mexicano o una mexicana, dedicados a limpiar habitaciones o servir mesas, con modales infinitamente superiores a los del que va a liderar el mundo desde ahora.

Tal vez si Trump conociera el destino de los niños que cruzan la frontera y, pasando penalidades terroríficas, buscan protección, familia, asilo en Estados Unidos, se le atisbaría un miligramo de piedad por el peor dolor que existe: el que sufren los más pequeños. Y de eso sabe mucho Valeria Luiselli, que en «Los niños perdidos» nos acerca a una realidad muy dura pero de la que poco se habla, así que su libro constituye un documento de gran valor social y político. Como dice Jon Lee Anderson en el prólogo, la autora aborda «el cuestionario de admisión para los niños indocumentados, el documento elaborado por un grupo de abogados migratorios estadounidenses para entrevistar a los decenas de miles de niños centroamericanos que llegan cada año a Estados Unidos, tras ser traficados por la frontera mexicana». Chavales que huyen de la pobreza y la violencia «con la esperanza de encontrar una mejor vida en los Estados Unidos» y que en una ingente cantidad de ocasiones «son violados, asaltados, y algunos son asesinados en el camino».

El muro burocrático

Luiselli, encargada de traducir del español al inglés las cuarenta preguntas que se les hace a los niños que han llegado solos a Estados Unidos y son valorados en la corte migratoria de Nueva York para una posible residencia o para deportarlos, vio enseguida que en todo ello, claro está, el primer muro con el que se topan los niños refugiados es la burocracia. Los abogados, muchos de ellos pertenecientes a organizaciones sin ánimo de lucro, tendrán que demostrar, a partir de lo que haya contestado cada uno, que es mejor que no vuelva a su lugar de origen –El Salvador, Guatemala, Honduras, México...– en el que sufrieron «violencia extrema, persecución y coerción a manos de pandillas y bandas criminales, abuso mental y físico, trabajo forzoso». Así, la narradora mexicana habló con criaturas de diferentes edades que «huyeron de sus pueblos o ciudades, caminaron kilómetros, nadaron, corrieron, durmieron escondidos, montaron trenes y camiones de carga».

Un trayecto de peligros por doquier y que es todo un negocio para los llamados «coyotes», que cobran miles de dólares por llevar a los niños hasta la frontera (incluso en balsa desde Chiapas), aunque mu-chas veces no permanezcan con ellos una vez la pasan, dejándolos por lo tanto a su suerte. «¿Qué países cruzaste?» o «¿Cómo llegaste hasta aquí?» son algunas de las preguntas de este cuestionario que se va desgranando en el libro poco a poco, dando voz a diversos casos con los que es posible hacerse una idea de, por ejemplo, cómo «más de medio millón de migrantes mexicanos y centroamericanos se montan cada año a los distintos trenes que, conjuntamente, son conocidos como «La Bestia». Los niños se colocan «encima de los desvencijados carros de carga rectangulares de techos planos –las góndolas– o bien en los descansos entre carro y carro», es decir, de una manera en la que los accidentes son cotidianos, «ya sea por los descarrilamientos constantes de los trenes, o por caídas a medianoche, o por el más mínimo descuido».

Por no hablar del 80 por ciento de las mujeres y niñas que son violadas al cruzar el territorio mexicano para llegar a la frontera estadounidense, tan frecuentes que se dan por hechas antes de emprender el camino; y eso sin aludir a los 11.000 secuestros que ocurrieron en un periodo de sólo seis meses en 2010: cifras devastadoras, como la que dice que, pese a la imposibilidad de tener un número de víctimas real, desde 2006 han desaparecido más de 120.000 migrantes en su tránsito por México. Un tránsito que no deja de crecer en el país presidido por Peña Nieto, que elaboró el «Programa Frontera Sur» para frenar la migración de centroamericanos a través de México. Pero nada detiene la desesperación: entre abril de 2014 y agosto de 2015 llegaron a la frontera México-Estados más de 102.000 menores. Todos hablaban español.