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El valor de las memorias

La Edad de Oro de los libros en los que los políticos recuerdan sus vidas llegó en el siglo XX. A veces, estos escritos destacan más por su mala memoria
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Fue el griego Jenofonte uno de los primeros en dejar una memoria escrita de los hechos que había vivido. Al servicio de los persas - el archienemigo de Grecia -Jenofonte intentó justificar en la «Anábasis» sus servicios de mercenario al servicio de Ciro el Joven y, sobre todo, de manera indirecta dejó de manifiesto que existía, a su juicio, un sistema político mejor que el de la corrupta democracia ateniense que había dado muerte a Sócrates. Se trataba de la monarquía persa. No sorprende que muriera en el exilio.
Todavía más repercusión que Jenofonte tuvo Cayo Julio César. Sus dos libros de memorias - «La Guerra de las Galias» y «La guerra civil»- siguen siendo un monumento literario en el que merece la pena profundizar, pero, a la vez, se trata de escritos de propaganda política difícilmente superables. «La Guerra de las Galias» presentaba a César como el hombre providencial que podía labrar la futura grandeza de una Roma imperial; la guerra civil lo eximía de cualquier responsabilidad en el conflicto fratricida. Julio César manipuló y ocultó, pero sus obras siguen siendo de lectura indispensable.
La Edad Media significó un eclipse de las memorias - aunque, ciertamente, las «Confesiones» de San Agustín inauguraron un género- pero el Renacimiento volvió a recuperar el género. Posiblemente, las más interesantes -aunque poco conocidas- sean las de Eneas Silvio Piccolomini, el después Papa Pío II, que describe extraordinariamente las luchas de poder de la época y la manera en que, por ejemplo, en su tiempo se creía que el papa podía equivocarse y el concilio tenía derecho a destituirlo como había sucedido al final del Cisma de Occidente.

Lo que ocultó Napoleón

Napoléon dejaría unas dilatadas memorias -«El Memorial de Santa Elena»- donde, por ejemplo, señaló a la Guerra de la Independencia española como el origen de todas sus desgracias, pero donde se guardó de abordar aspectos íntimos o sus relaciones con la masonería o la Santa Sede. Con todo, la Edad de Oro de las memorias llegó con el siglo XX. Tanto Trotsky como Hitler escribieron memorias de clara intencionalidad política -«Mi vida» y «Mi lucha», respectivamente- en las que pretendían legitimar un cambio revolucionario- y extraordinariamente cruento- de la sociedad. De Gaulle siguió su ejemplo para justificar no sólo sus deseos de poder sino también su política antiamericana. Willy Brandt, por su parte, fue alterando sus memorias en distintas entregas de acuerdo con las conveniencias electorales. Parecía un tanto descarado aunque ni lejanamente llegó al nivel de un Santiago Carrillo que ni siquiera era consciente de la última mentira que había consignado por escrito y de la que se desdecía en textos posteriores.
Las memorias de los políticos, por definición, no suelen ser veraces tanto por lo que mal cuentan como por lo que esconden. Es lógico. Henry Kissinger estuvo al borde de la enfermedad al conocer la detención de Pinochet ya que tenía temor lógico a ser el siguiente procesado. Sin embargo, en sus prolijas memorias, se preocupó de ocultar hasta el mínimo elemento incriminador y sus papeles, ya donados, no podrán ser publicados hasta cinco años después de su muerte. Con todo, no deberíamos negarles valor. En ellas - si, efectivamente, las ha inspirado el político- hay siempre mucho de valioso. Siquiera el poder descubrir la manera en que pretendían seguir haciendo política incluso tras retirarse.

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