Fogwill, la vida es sueños
Nada más aburrido que escuchar los sueños de otro. Los sueños, sobre todo, que son pura narración, relatos de hazañas regidas por el ego y que no indagan, sin embargo, en lo que el propio sueño produce: una sensación de irrealidad en la que lo que se sueña no difiere demasiado de lo que se vive.
Sólo muy pocos escritores han dado cuenta del universo onírico y lo han hecho, además, de un modo distinto: Borges, que reunió un muestrario en su «Libro de sueños»; Perec, que describió maravillosamente algunos en «La cámara oscura» y Robert Walser, que también apuntó unos cuantos.
«El sueño, entre tantas cosas, es también un aprendizaje de la irrealidad, un ejercicio indispensable para sobrevivir a la realidad de los otros», dice acertadamente Fogwill, que durante muchos años escribió lo que iba soñando porque los sueños fueron, también, una manera de ingresar en esa cámara oscura para relacionarse consigo mismo. Pero fue con el paso de los años que el autor de «Los pichiciegos» comprendió que debía hacer algo con todo ese material porque, como señala en el libro, «ser viejo es empezar a respetar los sueños».
Así, poco antes de morir le pidió a un grupo de artistas que hicieran un retrato suyo con hilos de colores porque tenía listo un libro al que llamaba, borgeanamente, «El libro de los sueños», y en la que aparecían muchos temas de la realidad cotidiana de esos años, como un encuentro con Kirchner en la Casa Rosada, en el que el ex presidente argentino, entonces vivo, se desvanece, y otros elementos de la cotidianidad del escritor, como su relación con el lenguaje, los barcos, los cementerios, el propio sueño.