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Gwyon, el pintor que copiaba

larazon

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Según contaba Borges, un hombre recordaba cada mínimo detalle de su existencia, así que tenía doble vida: la que vivía y la que tenía mientras recordaba. Algo semejante le ocurrirá al lector de esta tremenda industria que es la novela «Los reconocimientos», que un «maldito» de las letras de Estados Unidos, William Gaddis (1922-1998), publicó a los 33 años con las más pésimas críticas que se pudieran tener, aunque veinte años después todos los estudiosos habían llegado a la conclusión justamente contraria: que era el «Ulises» americano. Porque el lector que enfrente ahora mismo el reto de leer las 1369 páginas de «Los reconocimientos» puede pensar que lee las aventuras de Wyatt (transmutado en diferentes nombres durante la obra), traumatizado en su infancia por la loca búsqueda de la Verdad de su padre, el reverendo Gwydon, lo que llevará a Wyatt primero a dibujar planos y después a ser melancólico y perfecto copista de las obras de maestros flamencos y, en fin, emprender el camino de intentar entender dónde está la línea roja entre la originalidad y la copia más o menos estafadora.
Un espejo dentro de otro
Pero en realidad el lector estará acompañando a Gaddis en su hacer viajar a sus personajes por países, ciudades, citas culturalistas, historias religiosas, nombres de artistas y creadores, en una especie de espejo que refleja a otro espejo y así hasta el infinito. Paracelso, Rilke o Plinio se convertirán en huellas de una novela que llega a tener una página (la 574) con varias referencias culturales e históricas en cada línea, de Mesalina a Anaxágoras. Y donde el protagonista se pregunta qué es una falsificación (tomar a un Durero e invertir su posición) y dónde están nuestros posibles «reconocimientos» de la verdad de las cosas, en una línea próxima en el fondo a Wittgenstein.
La novela se centrará en bastantes de sus páginas en una España un poco valleinclanesca y alucinada, a través de la peculiar mirada de Gaddis (que había permanecido un tiempo aquí) atravesando conventos, ciudades y pueblos como un Licenciado Vidriera de lo extraño. El lector no puede perderse el capítulo dedicado a Madrid (de la página 1.105 a la 1.182) donde el tabaco que se hace con mondas de patatas, los guardias civiles con sus tricornios de charol e incluso el Callejón de Gato al que cita nos muestran claramente el arte del collage filosófico y cultural que Gaddis, sabiamente, intuyó que iba a ser el tapiz apolillado de la posmodernidad.