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Houellebecq, entre la náusea y la nada del hombre

Houellebecq, entre la náusea y la nada del hombre
Houellebecq, entre la náusea y la nada del hombrelarazon

«En 1994, cuando publicó “Ampliación del campo de batalla”, Europa todavía era un continente con futuro y el novelista presentaba un aspecto comme il faut; en 2015, con la publicación de “Sumisión”, el viejo continente ya era un territorio encaminado a la deriva y el autor lucía el arraigado desaliño de un vagabundo... Ahora, ante esta “Serotonina”, la UE presenta la misma decadencia que el aspecto físico del irreverente novelista». Algo parecido decía mi compañero Javier Ors en esta sección, y lo suscribo.

Houellebecq es irresistible, inaceptable, endemoniadamente bueno. Aún cuando no lo es; incluso cuando intenta no serlo. Nunca será un autor tipo pilsen a la medida de todos los paladares porque no se ajusta a canon alguno. Hace lo que le da la real gana peleándose con las páginas en blanco como lo haría un hipomaníaco cabreado por no querer salir de entre las sábanas de su cama psiquiátrica. Y, claro está, al lector le fascina su megalomanía, su egolatría, su verbo retrechero y acertado, su crueldad al diseccionar el hecho humano y la sociedad que hemos creado. Y nos lo ofrece tal cual lo siente. Sin envoltorios. Sin adjetivar, sustantivando toda la podredumbre de la que es capaz, que no es poca. Como un entomólogo con derecho a diseccionar, descuartizar y analizar cuanto le rodea, se ha encargado de denunciar el turismo sexual, la corrupción que el poder y el dinero provoca en el ser humano, nuestra incapacidad de amar... y ahora se ocupa de Europa. Para ello se sirve de un paria –cabrón, eso sí– que odia su nombre –no es para menos, llamándose Florent-Claude–, de cuarenta y seis años, que toma un nuevo serotoninérgico que le provoca náuseas e impotencia. Un millonario que trabaja para el Ministerio de Agricultura francés y que arranca su travesía en Almería, continúa en París para dar con sus huesos en una Normandía plagada por los disturbios de los agricultores.

Zombis químicos

Allá donde vaya, no solo su vida se hunde sino que comprueba, como ya lo hiciera en «Plataforma» –que el amor es una invención, «un sentimiento burgués», el sexo está sobrevalorado, el viejo continente se va a pique y su pro-pia vida se hunde cuando hasta las ratas de su imaginación han saltado del barco de sus esperanzas. Con la cultura ocurre lo mismo. Ya no puede ni aferrarse en medio del océano de mierda a la tabla de Proust o Mann.

No es baladí que elija –para cargar el fusil de Johnny/Mi-chel– esa moderna lobotomía química que han adoptado los psiquiatras para que media humanidad esté adormecida y no se enfrente a sus demonios existenciales ni piense ni combata. Zombis químicos. Pero con Houellebecq no sirve.

Pese a las náuseas y la desaparición de su libido, su protagonista se suelta de las cadenas y per-mite que su sinapsis neuronal esté a pleno rendimiento para analizar al ciudadano moderno, blanco y eurocéntrico. En su vagar por las calles para saber qué ocurre, entrará en garitos, restaurantes y comercios. Filosofará al tiempo que blasfemará, mientras rememora sus relaciones sentimentales, marcadas por la catástrofe, como le ocurrió con su novia danesa que trabajaba un bufete de abogados, la aspirante a actriz que terminó leyendo textos de Blanchot en la radio o la actual amante japonesa con la que ya ni se acuesta pero que ha grabado unos escabrosos vídeos pornográficos. Nuestro protagonista dejará el trabajo y se dedicará a despotricar del logos y la nada. Hasta que se encuentra con un amigo aristócrata cuya vida parecía perfecta y que le enseña a manejar un fusil: así llega a acunar un proyecto disparatado, en la cúspide de su malestar –¿bajada del estado de ánimo, hipertimia... lucidez?–, aunque nunca será capaz de con-cretarlo. Lo que arruina las tradiciones cotidianas y la identidad francesa en la era Macron está provocado por el dominio crematístico y el ultraliberalismo.

Chalecos amarillos

En respuesta a ese escenario, el protagonista planifica su propia desaparición: deja el departamento que todos conocen y se muda a un hotel del distrito XIII, donde habita Houellebecq en la realidad. Una de las escenas más duras de esta ficción es aquella en la que el autor narra el bloqueo de una autopista por parte de los agricultores en cólera que se manifiestan en París («como todas las ciudades, hecha para engendrar la soledad»), que terminará con un enfrentamiento sangriento con la policía, como si el autor hubiese anticipado las manifestaciones de los chalecos amarillos que han convulsionado Francia en el último mes.

El provocador que teje, limpia y pule cada párrafo rinde tributo al anti-intelectual que pone el dedo en la llaga; apela a nuestros fantasmas en un tono involuntariamente trotskista que consiste en predicar el «cuanto peor, mejor». A sus 60 años, descreído –algo menos de lo que nos hace saber–, el autor de «Las partículas elementales» o «El mapa y el territorio» –con el que obtuvo el Goncourt– sabe que la más certera arma de destrucción e instrucción masiva es el bisturí y la falta de autocomplacencia. Por eso dispara con insolencia y antirretórica que elude la corrección política, el miedo al qué dirán y todo lo pastoril o bienpensante. Ojalá siga escribiendo obras co-mo ésta, entre el plomo y la estopa de los fontaneros, que todo lo conocen de nuestros sumideros.