Inventores con «Ñ»
Miguel Ángel delgado recupera en un libro a los científicos españoles que nuestra historia ha olvidado
En un país que desde hace lustros milita en el «bando de las humanidades» y se considera analfabeto a quien no lee pero no a quien ignora que las matemáticas son el lenguaje en el que nos habla el mundo, no está mal repasar que tenemos una genética avalada por siglos de ingenio, talento, furia y mucha mala suerte. En la España del XIX y principios del XX, hubo tantas mentes lúcidas como en cualquier otro estado, algo lógico en medio de la enorme fascinación por la tecnología. Aunque vivíamos en un absoluto aislamiento, nuestras mentes preclaras sí sabían lo que ocurría fuera y, aun en las peores condiciones, nunca estuvimos descolgados de las tendencias extranjeras. Este es un relato de hombres heroicos que lucharon por sacar adelante sus inventos con una confianza absoluta en sus ideas, como el hombre que intentó que nos pusiéramos a la vanguardia de la electromedicina o aquellos que tuvieron la fijación por construir el primer submarino. Finalmente, la radio, emblema de toda una revolución de las comunicaciones, tuvo en otro español un nombre que para no pocos debiera ser al menos, cocreador del invento. Por las vidas de estos locos geniales nos guía Miguel Ángel Delgado, tesliano confeso.
- Luz en la españa del candil
Mónico Sánchez se matriculó en un curso de electrónica por correspondencia impartido desde Londres por Joseph Wetzle sin tener idea de inglés. A los tres años su maestro le recomendó para una plaza en una empresa neoyorkina, hacia donde partió sin desatender su formación. Al poco tiempo fichaba como ingeniero de la Van Houten and Ten Broeck Company, dedicada a la aplicación de la electricidad en los hospitales, donde inventaría el aparato de rayos X portátil. Pesaba 10 kilos frente a los 400 de los equipos tradicionales, de ahí que Francia comprara 60 unidades para sus ambulancias de campaña. La Collins Wireless Telephone Company le ofreció 500.000 dólares por su invento y le contrató como ingeniero jefe. Por aquella época la empresa se sumergió en la telefonía sin hilos... El problema es que el micrófono de carbón se calentaba hasta terminar ardiendo a los 15 minutos. Varios ejecutivos acabaron en la cárcel... Pero Mónico ya había abandonado la firma. En 1932 regresó a su pueblo convertido en millonario y montó el Laboratorio Eléctrico Sánchez, una central eléctrica abastecida por carbón. En la España del «candil», todas las casas de Piedrabuena (Ciudad Real) tenían luz eléctrica, aunque eso no evitó que muriera arruinado.
La carrera por el submarino fue similar a la carrera espacial y España pudo ser pionera. Circulaba la monomanía de fabricar el sumergible perfecto y el ingeniero militar Cosme García se puso manos a la obra. Con las ganancias de sus primeros inventos, como la «máquina de timbre en tinta», que explotó Correos, este amante de la caza logró en 1859 la patente de un barco capaz de navegar bajo las aguas. Lo bautizó «Garcibuzo». Apenas era un cilindro metálico que lograba sumergirse a través de la inundación de depósitos localizados en los costados y cuya propulsión se lograba con remos. Más tarde, encargó la construcción de un segundo modelo a la Maquinista Terrestre y Marítima de Barcelona, que ya había montado el primero. Al igual que haría dos años después Monturiol con su Ictineo, se probó en Alicante, y esta vez las pruebas de «aparato buzo», controladas notarialmente como exigía la ley de Privilegios, fueron un éxito, pero la reina Isabel II no hizo caso de ese extraño chisme. Al parecer Napoleón III le invitó a trasladarse a Tolón para construir uno, pero rechazó la oferta, y tras permanecer anclado en Alicante molestando al tráfico marino, su hijo lo mandó al fondo del mar donde aún permanece. Murió pobre pero su trabajo fue fundamental para que, 30 años más tarde, Isaac Peral construyera el primer submarino.
Julio Cervera, ingeniero y comandante que cursara estudios de Físicas en la Universidad de Valencia, es el tercer caso de injusticia histórico-inventiva de este libro. Este republicano liberal desarrolló once años antes que Marconi la radio (aunque en 1943, la Corte Suprema de Estados Unidos acreditó a Tesla como auténtico inventor). De la mente de Marconi –para quien Cervera trabajó tres meses– nació la telegrafía sin hilos, pero para transmitir señales, no sonidos. El español consiguió transferir la voz humana entre Alicante e Ibiza en 1902. Además, el sistema de telegrafía se basaba en morse, llegando a emitir 20 palabras por minuto. Cervera lo aplicó a la máquina de escribir, alcanzando las 40 palabras y sentar así el primer precedente de lo que hoy es el e-mail. Ahí no cesó la fiebre creativa de este masón ilustre, pues aún diseñó el antiguo tranvía de Tenerife y escribió un libro sobre dos territorios de la España africana: «La Isla de Perejil» y «Santa Cruz de Mar pequeña», con proféticas opiniones. Son sólo tres ejemplos de esas luminarias patrias olvidadas en la cuneta del progreso. Ojalá continúe indagando el autor y alumbre pronto una nueva entrega que rinda homenaje a nuestros genios, obligados a inventar en el desierto.