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«Jack salía del baño cuando lo ataqué. Le golpeé salvajemente en la cabeza»

A sus 64 años se sincera y deja salir sus demonios, sus amores tóxicos, la tempestuosa relación con su padre, su vida en Hollywood. «Jamás pensé que llegaría tan lejos ni que tendría tantos años a mis espaldas», recuerda en las páginas finales de «Mírame bien»
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Así relata Anjelica Huston uno de los desagradables episodios de su turbulenta relación con Nicholson en «Mírame bien» (Lumen), sus memorias, que ahora se editan en España.
En un alarde de cordial sinceridad, el director británico Tony Richardson, sentado en un diván durante una cena en su honor, llama la atención de Anjelica Huston y le pide que se acerque. Le suelta, sin avisar: «Pobrecilla. Tanto talento y lo poco que te luce. Nunca harás nada con tu vida». Un encanto, ya ven, viperino. Ella se apresura a darle la razón «pero para mis adentros dije: ‘‘Espera y verás”». Tenía 29 años y le quedaba lo mejor por vivir. El relato de esa escena, que funcionó como disparador de la carrera de Huston, ocurre en la página 396, superada algo más de la mitad de una autobiografía, «Mírame bien» (Lumen), que destaca por varias razones: por la profusión de hechos y nombres (a veces, todo hay que decirlo, un tanto mareante: ¡incluso dedica unas líneas a su paso por el Festival de San Sebastián, donde recibió un premio Donostia!); por la capacidad de observación que demuestra su autora, al definir con un comentario certero tanto a extras como a celebridades; por la memoria que demuestra al recordar detalles con tanta minuciosidad que parecen ficcionados; y por la honestidad al acercarse a materia de escándalo sin quemarse las pestañas. Por poner un ejemplo, su detención por posesión de drogas el día después de que Roman Polanski se acostara con una menor en casa de Jack Nicholson, en la que, cómo no, también estaba Anjelica. Ni un gramo de rencor: el director de «Chinatown» logró un acuerdo con la acusación para que Huston no tuviera que testificar.
- La muerte de la madre
La primera parte del libro termina con la muerte de la madre de Huston a los 39 años en un accidente de coche. «Hasta hoy, el rostro de mi madre es el más hermoso que recuerdo», escribe Huston. «Los pómulos salientes y la frente ancha; el arco de las cejas sobre los ojos azul pizarra; la boca serena, los labios curvados en una media sonrisa». Enrica Georgia Soma, bailarina de ballet, se llevaba un cuarto de siglo con su marido, el director de «El halcón maltés», diferencia de edad que pareció convertirse en patrón de muchas de las relaciones sentimentales de su hija. Por la mansión de St.Clarans, en la costa oeste irlandesa, donde transcurrió buena parte de su infancia, pasó la plana mayor del cine clásico de Hollywood y muchas de las amantes de su padre. Los de su madre, nunca confirmados del todo, fueron un daño colateral, el mensaje cifrado que una mujer frustrada con su matrimonio le enviaba a su marido infiel. No tuvo éxito: se separaron recién estrenada la década de los sesenta sin que Anjelica hubiera visto que llegasen a compartir dormitorio.
En lo que se refiere a su atribulada vida sentimental, los que esperen llegar al hueso de su larga y guadianesca relación con Jack Nicholson se van a llevar un chasco. Simplemente, el Jack Torrance de «El resplandor» era un mujeriego que no se sentía avergonzado por sus infidelidades. Nada nuevo bajo el sol. El auténtico ‘amour fou’ de Anjelica Huston ocurrió cuando ella apenas había cumplido dieciocho años, y se cruzó en su camino un fotógrafo de «Harper’s Bazaar», Bob Richardson, de 42, cuyo vástago, Terry, le superaría en fama y glamour. Le prometió el oro y el moro, que la iba a amar como nadie la había amado, etc., pero ocultó algunos datos biográficos que quizás habrían hecho dudar a la actriz de si valía la pena meterse en la boca del lobo. Era bipolar, esquizofrénico, bisexual, y había intentado suicidarse al menos cinco veces. Con semejante currículum, lo menos que podía hacer era destrozar una habitación en un ataque de celos. «Yo pensaba que Bob era un alma herida y que mi misión era salvarle». Fue una época nómada, de dar tumbos sin blanca de acá para allá, en la que combinó su emergente trabajo como modelo con el tsunami sentimental que significaba vivir con un adicto (ella sólo fumaba marihuana: «La palabra ácido me daba escalofríos y me los sigue dando») y un maltratador de tomo y lomo (cuando Huston no lograba quedarse embarazada, su amante la consolaba diciéndole que no era una mujer de verdad). «Había confundido la necesidad de dominación y control de Bob con el amor», explica.
Nicholson, como John Huston, no podía evitar meterse en la cama de otra mujer a la primera de cambio. Al principio, Anjelica, como hizo su madre, le pagaba con la misma moneda, aunque a veces escapaba del fuego para caer en las brasas (por ejemplo, en su breve idilio con Ryan O’Neal, que tenía la mano larga). Poco a poco, y a pesar de confesarse celosa, fue asumiendo la naturaleza de su relación, que duró, con sus abisales altibajos, diecisiete años: lo quería mucho, pero no podía confiar en él. Cuando una de sus amantes, Rebecca Broussard, se quedó embarazada, Nicholson le pidió a Anjelica que todo siguiera igual. No era la primera vez que eso ocurría, era un bígamo en potencia. La noticia fue, en todo caso, la gota que colmó el vaso. «Sólo hay lugar para una mujer en esta película, de modo que yo me retiro», le dijo.
Por aquel entonces, Anjelica estaba trabajando en «Los timadores», un mes después de que Stephen Frears la intentara convencer de que no era la más adecuada para el papel. De cada director con el que colaboró en esta época hace una breve, a veces demasiado apresurada, semblanza. Por sus memorias pasan Coppola, Nicholas Roeg, Paul Mazursky y, por supuesto, Woody Allen, que la dirigió por primera vez en «Delitos y faltas». Allen le escribió una carta para ofrecerle el papel de Dolores, precedente directa de la Scarlett Johansson de «Match Point». Como no se conocían personalmente, Huston le contestó con una llamada telefónica para proponerle tomar una copa. El palpable desconcierto de Allen se saldó con una excusa («Estoy enfermo. Tengo un resfriado») y la vaga promesa de una cita. «De más está decir», escribe Huston, «que no nos reunimos a tomar nada».
En sus apretadas 650 páginas, pormenorizado recuento de una vida a la que aún le queda tela por cortar, Huston encuentra espacio para el último hombre al que amó, el artista Robert Graham. Es uno de los pasajes más conmovedores del libro, no sólo porque la relación con Graham carece de los tormentosos repuntes que malograron sus anteriores «affaires» –es este un amor de madurez, más cabal y pausado– sino porque incluye el relato de su enfermedad y su muerte, y le ayuda a concluir el libro vinculándolas con el accidente de coche de su madre y el deceso de su padre. «Si la muerte no fuera lo que es, sería mágica y yo tendría una explicación (...) ¡Esos lazos, esos vínculos ciegos! ¡Esos amores! ¿Por qué, preguntamos, por qué deben dejarnos? ¿Cuándo nos reuniremos con ellos? ¿De verdad la vida no tiene sentido?».

El hombre que supo reinar

No es casual que Anjelica Huston tarde sólo un par de páginas de su autobiografía en hacer un retrato benévolo de su padre. «En el transcurso de los años», dice, «he oído decir que era un donjuán, un bebedor empedernido, un jugador, un machote, más interesado en la caza mayor que en rodar. Es cierto que era derrochador y dogmático. Pero era un hombre complejo, autodidacta en gran medida y muy leído (...) Amaba asombrarse ante la vida». Los claroscuros de la personalidad «bigger than life» de John Huston sobrevuelan, aunque sea de un modo oblicuo, sus memorias. Anjelica Huston tenía 14 años cuando una víspera de Nochebuena bailó en la sala de estar con unos cuantos invitados a la mansión de St. Clarens. Al día siguiente, su padre la mandó llamar a su habitación, hecho excepcional que presagiaba tormenta. Cuando la tuvo delante le dijo: «Sé que anoche estuviste meneando las cachas». La chica le preguntó a qué se refería con las «cachas». Le cayó una bofetada monumental, dejaron de hablarse durante un tiempo. Anjelica asegura que no era el comportamiento habitual de su padre, aunque sí tiene rasgos de tiranía en los rodajes, donde rompía a gritos a la mínima incompetencia («No toleraba la cobardía», escribe). Es lógico que, cuando John Huston se empeñó en que protagonizara «Paseo por el amor y la muerte», su hija se resistiera. Su relación era ambivalente: las cartas que le enviaba eran cariñosas, pero había algo en él que despertaba su temor. Por el contrario, él sabía que, aunque podía canalizar sus instintos, «era impulsiva y obstinada y no tenía el menor interés en seguir sus consejos». Las críticas al trabajo de Anjelica fueron tan devastadoras como las que recibió Sofia Coppola en «El Padrino III». «Trabajar con papá no fue una experiencia que deseara repetir, de modo que decidí dejarlo por un tiempo», admite. Casi dos décadas después, la actriz ganó el Oscar a la mejor secundaria por «El honor de los Prizzi», la película que la reconcilió con su padre en los platós. Aún le regalaría un grandioso trabajo en «Dublineses», que Huston dirigió en silla de ruedas y con respiración asistida.