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Javier Gomá: «Tenemos algo de niños consentidos en una época de opulencia»

Javier Gomá / Escritor y filósofo. Mientras prepara el salto de la filosofía al mundo del teatro, ha reunido todos sus microensayos en «Filosofía mundana», un libro que demuestra que el pensamiento puede nacer de nuestra realidad inmediata
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Mientras prepara el salto de la filosofía al mundo del teatro, ha reunido todos sus microensayos en «Filosofía mundana», un libro que demuestra que el pensamiento puede nacer de nuestra realidad inmediata
Javier Gomá está preparándose para saltar a la escena. El pensador esta escribiendo unos textos, en concreto un monólogo sobre la pérdida del padre, para que puedan ser representados en un teatro. De esta manera, el filósofo recupera la antigua tradición de la oralidad y, por medio, del diálogo, recupera la costumbre de interpolar al espectador con preguntas y reflexiones que le hagan meditar. Javier Gomá no sólo ha puesto de moda la palabra «ejemplaridad». Ahora, también, está dispuesto a sacar a la filosofía de los libros para convertirlo en un espectáculo, en algo que atractivo, sugerente, que obligue y haga recapacitar. Mientras llega esa obra, que estará incluida en un volumen que verá la luz el próximo otoño, ha reunido todos sus microensayos en «Filosofía mundana» (Galaxia Gutenberg), un libro que demuestra que el pensamiento puede nacer de nuestra realidad inmediata.
–¿Qué hay que hacer para pensar como un filósofo desde nuestra cotidianeidad?
–De igual manera que no hay que hacer nada para que la gente se divierta, no deberíamos hacer nada para que la gente filosofara. Hegel dijo que la filosofía es la apropiación del propio tiempo a través del pensamiento. Esa apropiación es gozosa y no requiere de ayudas si es fiel a la misión para la que nació. Pero lo que hoy llamamos filosofía no cumple ese papel. Uno va a las librerías y lo que encuentra es historia de la filosofía, que son apropiaciones del pasado de Descartes, Kant, Aristóteles... Ellos son buenos ejemplos, pero no son respuestas para nuestra apropiación del presente. Nuestra sociedad tiene un ritmo acelerado, no compatible con la pausa, el silencio, lo que llamo «huelga general»: crear un espacio para el juego, la amistad, la meditación y todo lo que no tiene una rentabilidad inmediata. Lo que hoy se presenta como filosofía no lo es y la gente que se acerca a la filosofía lo que encuentra es «historia de la filosofía», que, además, ha asumido en los últimos siglos una modalidad poco adecuada: la filosofía que imita a la ciencia; una filosofía codificada, que se esconde detrás de una jerga oscura, con tendencias académicas, una filosofía que genera problemas propios de una academia, pero que está separada de las urgencias vitales. La filosofía ha fracasado cuando emula a la ciencia, porque la ciencia lo hace mejor.
–¿Y qué recomendaría leer para que un lector se convierta en un pequeño filósofo?
–Los filósofos que no han cedido a emular a la ciencia. Casi todos los que voy a nombrar tienen un lado de emulación. Platón, en su última época, desgraciadamante, lo hizo, pero muchos diálogos te interpelan. Recomendaría Descartes, Bacon, San Agustín o la segunda y tercera critica de Kant, o sus ensayos breves; Nietzsche, Schopenhauer, Ortega... La mayor contribución de estos autores es literaria. Y eso es lo que hace que sean permanentes. La diferencia entre la filosofía y la ciencia es que la ciencia progresa, y eso significa que cada avance en la ciencia convierte en arqueología lo anterior. Ese progreso no sucede en las letras porque Dante no supera a Virgilio ni Virgilio a Homero. En lo literario hay una permanente actualidad, no hay progreso. Cuando el filósofo imita a la ciencia, muy pronto se convierte en un anticuario; cuando el filósofo se aproxima la literatura participa de una actualidad permanente. ¿Qué autores elegir? Los que hayan comprendido con mayor claridad que la filosofía es literatura.
–¿Un filósofo tiene que ser un rebelde?
–Todo escritor es el creador de una gavilla de frases, palabras y metáforas. En mi glosario no está «rebeldía», porque lo que intento edificar tiene que ver con la domesticación del romanticismo y someter a su vocabulario, como «rebelde», «genio», «insumiso», a cierta dieta. Mi vocabulario está más cerca de la domesticación del romanticismo, que está pasado de moda. Vivimos el épigono del epígono de un paradigma cultural-libertario-romántico que rindió frutos positivos, pero que ya no sirve para apropiarnos del presente. El suyo es hoy un vocabulario «pop», un vocabulario «masa». Cualquier niño usa la jerga romántico-libertaria-hollywoodiense para comunicarse con los demás, cuando, en realidad, ya se ha mineralizado. Si tuviera que decir de qué manera más radical el pensador va a contracorriente, diría que el auténtico pensador es una persona que se opone de manera radical al cortoplacismo. Y el mundo es cortoplacista. Si hay algo que me ha asombrado al hacerme mayor es descubrir hasta qué punto el mundo funciona a corto plazo. La misión de lo literario es perdurar. La filosofía debe crear ese lenguaje, esas metáforas y significados, que tomarán en prestamo las generaciones futuras. Hoy empleamos «justicia», «dignidad» o derechos, que han sido creadas por otros y que nosotros tomamos en préstamo para hablar. La misión de la filosofía es generar palabras que tomarán en préstamo las siguientes generaciones. Hoy hablamos con el lenguaje de Voltaire o Nietzsche sin saberlo. Lo importante no es la actualidad, sino la realidad que perdura. Para mí la filosofia es la «resistencia» al cortoplacismo, que es la ley con la que funciona el mundo entero.
–¿Cuál es la peor idolatría moderna?
–Nuestra tendencia a la idolatría... Estoy a favor del relativismo, que te ayuda a relativizar verdades que el corazón convierte en absolutas, y el absoluto es lo que se pone por encima de la discusión. El corazón humano tiende al fanatismo, a sustraerse a la crítica. Los elementos de relativización son positivos, como el humor, que sirve para relativizar la idolatría política de los que hacen de su nación un ídolo religioso. El relativismo es lo que devuelve al análisis, a la conversación, al debate racional, aquellas parcelas de realidad que el fanatismo quisiera ver por encima de esa conversación.
–¿Ha fallado el relativismo en la política?
–El juicio que me merecen los políticos va a contracorriente del resto. No tengo una sentencia condenatoria para los políticos. El moralismo es aquello hacia lo que tienden las personas que no tienen ideas. O, de otra manera, la gente tiende a ser moralista cuando no tiene ideas. Cuando te obligan a opinar sobre los políticos, como no se tienen ideas, lo que se hace es aplicar la pantilla moralizante que los condena, porque es muy fácil. Yo no tengo tendencia a moralizar la política ni a condenar a los políticos. Otra cosa es si es o no conveniente introducir en la política los hábitos de la negociación y que es, por esencia, una relativización de tus propios interesantes. Hay que distinguir entre lo irrenunciable y lo que es suceptible de negociación. Es posible que como pueblo tengamos un proceso de aprendizaje en nuestra capacidad de negociación, que es pasar de las pasiones a los intereses definidos. La negociación es la esencia de la democracia. En las dictaduras no se negocia, se dicta, de ahí el nombre de «dictador». Somos una democracia joven y pasar de que alguien te dicte a negociar los intereses de los ciudadanos requiere un aprendizaje. Estamos en ese proceso.
–¿Vivimos en una sociedad infantil?
–En las entrevistas me preguntan por qué yo he dicho que vivimos en el mejor momento de la Historia. Y es cierto que argumento esa idea, pero nunca aseguro que este mundo sea el mejor de todos los posibles. Es mejorable, y también empeorable. Lo interesante ya no es si vivimos en el mejor momento de la historia, si no por qué no lo ve la gente. ¿Hay algo de infatilismo en vivir en este momento y que cunda el desánimo y el pesimismo existencial? ¿En qué otra época vivirías? Nadie se cambiaría y, sin embargo, el discurso cultural es negativo. Es como si Marx, que ha perdido en lo económico, hubiera triunfado en lo cultural. Marx representó un cambio radical en la visión de la cultura. Hasta ese momento, la cultura era un elemento positivo, que convertía a las personas en ciudadanos; desde Marx, la cultura es ideología, un instrumento de dominación; es la coartada de un grupo de personas o multinacionales que instrumentalizan la cultura para que la gente viva alienada. ¿Pero toda cultura es dominación y sólo dominación? ¿Shakespeare, Cervantes, Platón son expresiones de la dominación de unos pocos? Hoy está muy extendida la tendencia del niño consentido a desechar su riqueza. Hay pendiente una educación para la prosperidad en la que vivimos; una prosperidad que, sobre todo, ha beneficiado a las clases desfavorecidas. ¿En qué otra época te gustaría ser pobre? ¿O enfermo, estar en el paro, ser gay o inmigrante? Estamos hablando de los sectores más vulnerables. Los más beneficiados del progreso de la democracia parlamentaria son, contra lo que dice el discurso oficial, las clases vulnerables. Esto no puede llevar al conformismo ni a la complacencia. Hay mucho por hacer. Pero, ¿por qué nadie reconoce eso? Tenemos algo de niños consentidos en una época opulenta, donde, a la vez, hay mucho dolor y muchos sectores para los que el progreso que he mencionado aún es insuficiente.

La vanidad de los hombres de letras

Preguntado por si la verdad tiene que ser verificable, Gomá responde: «En un microensayo explico por qué los hombres de letras somos y debemos ser vanidosos, a diferencia del científico, que si es vanidoso es por otras razones. Para la ciencia, la verdad es lo que es verificable y cualquiera puede reproducir bajo las mismas condiciones». Continúa haciéndose preguntas, «¿pero cuál es la verdad de Homero, Descartes o Cervantes? ¿Alguien ha verificado a Platón en un laboratorio? Si no está verificado, ¿por qué lo consideramos grande? ¿Cuál es la verdad de lo literario contrapuesto a la científico?». Y, por supuesto, se responde: «Su verdad es el consenso, que generación tras generación esté de acuerdo en que la lectura de una persona es fecunda, significativa, iluminadora. La verdad de Platón no está en el laboratorio. Lo leemos por su persuasión de la verdad, que trenza consensos a lo largo del tiempo. Un clásico es una obra que genera consensos».