Kate Morton: «Una buena historia bien contada debe ser la meta»
«El último adiós», la más reciente novela de Kate Morton, trae a los lectores un nuevo misterio, el de la inexplicable desaparición de un bebé de una mansión en la campiña inglesa en 1933. Décadas después, una detective londinense (con unos cuantos secretos propios) se empeña en resolver el caso.
–La historia va de resolver un misterio, pero también da la sensación de que toma mucho de libros infantiles como «Alicia en el país de las maravillas» e incluso «Peter Pan»...
–El libro se trata, en cierto sentido, de niños perdidos. En el centro está el niño que desaparece, pero también se puede decir que todos los personajes están algo perdidos. Alice lo está porque su sentimiento de culpa la separa de su familia, Sadie también está separada de sus padres y Peter, aunque viene de una familia cariñosa, no siente que conecta con ellos en absoluto. Así que definitivamente quise jugar con ese tema, pero también quise infundir al libro con esa sensación maravillosa propia de los cuentos de niños, porque la literatura infantil ha jugado un papel muy importante en mi vida. Por eso hay un personaje muy parecido al escritor de «Alicia en el país de las maravillas», que ha escrito un libro infantil sobre una niña real y, claro, usé el nombre Peter en referencia a Peter Pan. Fue divertido para mí y creo que también lo será para mis lectores, que estoy segura de que entenderán esos guiños.
–Los millones de libros que ha vendido la ubican en el escaparate de los «best sellers», lo cual puede ser una bendición o una maldición. Ha defendido en otras ocasiones la importancia de «simplemente contar una historia»...
–Siempre he pensado que una buena historia bien contada debe ser la meta. Puedes contar una buena historia que involucre al lector, que lo traslade a algún lugar nuevo y, dentro de esa historia, todavía puedes explorar ideas y temas complejos y manejar tramas y personajes complejos. Para mí, la idea siempre es crear un mundo de ficción dentro del cual el lector pueda desaparecer. No creo que haya literatura para disfrutar y literatura para hacerte reflexionar; no son cuestiones que se excluyan mutuamente. Sucede lo mismo con la literatura infantil y la literatura para jóvenes; no vemos una determinación de crear dos tipos diferenciados de literatura. Sólo cuando llegamos a la adultez alguien, desde fuera, quiere dividir y categorizarlo todo. De hecho, los libros que ahora consideramos parte de la gran literatura anglosajona –Dickens, Shakespeare– en el momento en que se estaban leyendo eran populares. Hubo una división a comienzos del siglo XX, cuando de repente se tomó esta decisión de categorizar la literatura.
–Cuando escribe, ¿piensa en esas categorías o en un lector específico?
–Para nada. Supongo que siempre estoy consciente de un lector hipotético, porque como contadora de historias necesito alguien a quien contarle esa historia. Pero la persona para la que escribo tiene, básicamente, mis mismas sensibilidades. Escribo para disfrutar y para explorar las cosas que me interesan y sobre las que quiero reflexionar. No es que imagine un «doppelganger» de mí misma, pero supongo que escribo para alguien que es como un amigo, que disfruta de las mismas consideraciones, ideas y placeres que yo.
–También dijo alguna vez que no pensaba que sus libros se publicarían jamás. Y, sin embargo, aquí está...
–Había escrito un par de manuscritos antes de que se publicara mi primera novela. Envié uno de ellos a distintas editoriales y me senté a esperar a que me llovieran las ofertas, pero, claro, me rechazaron rotundamente. Con el segundo me pasó lo mismo. Después tuve a mi primer hijo, Oliver, y mi vida cambió radicalmente. Pasé de ser una estudiante despreocupada y sin ataduras a, de pronto, estar siempre en casa con este pequeño bebé, tratando de entender todo lo que me estaba sucediendo. A pesar del rechazo, me había enamorado de la escritura y no podía imaginar dejar de escribir, así que comencé otro manuscrito. Y como pensé que no se publicaría y lo hice sólo para mí, escribí un libro muy diferente. Hice una lista de todas las cosas que adoro, desde imágenes pequeñas hasta ideas más amplias: papel tapiz descascarado, azulejos a punto de caer de una fuente en una casa grande y abandonada. Todo tipo de cosas. Escribí para poder transportarme a un lugar muy distinto cuando mi pequeño estuviera durmiendo. Ahora pienso que no es una sorpresa que ése haya sido el libro con el que la gente sintió una conexión, porque estaba escrito desde el corazón.
–Tiene tres hijos, ¿tuvieron ellos algo que ver con su decisión de escribir sobre un niño que desaparece?
–Creo que todos los escritores entendemos el mundo a través de nuestra escritura y para mí, como para cualquier padre, el mayor miedo es que mis hijos desaparezcan, así que tomo de mi propia experiencia como madre para describir cómo se siente una cosa así. Sin embargo, soy capaz de mantener mi historia separada de mí misma, porque los personajes son tan reales que siempre sé que las cosas les suceden a ellos. También hubo un caso real en Australia, el de los niños Beaumont, que fue la semilla de la historia. Es un caso muy conocido que sucedió en 1966: tres hermanos tomaron un tren el 26 de enero, día de Australia, hacia la costa. Era un día muy caluroso, sofocantemente caluroso, y mucha gente recuerda haber visto a los tres niños en la playa, donde un hombre que no conocían les compró helados y, luego, simplemente no volvieron a casa. En 50 años que han transcurrido no se han encontrado ni uno solo de los objetos personales que llevaban consigo los niños. Es una historia horripilante y devastadora, que además cambió a la sociedad australiana, porque después de eso los padres no volvieron a dejar que sus hijos fueran solos a casi ninguna parte. Yo he sabido del caso desde hace años y, como mi hermana vive en Adelaide, cada vez que la visito y que paseo por esa playa pienso en ellos y en dónde estarán. Estas historias toman un sentido mitológico, como si los niños se hubieran esfumado, pero no lo hicieron, algo les sucedió. He estado pensando en esto desde hace años, por lo que fue una parte del rompecabezas que llevaba conmigo desde hace mucho y que estaba ansiosa de utilizar. Claro, mi historia es muy diferente, pero la idea viene del caso de los niños Beaumont.
–Cornwall, que también es donde se desarrolla «El jardín olvidado», parece ser una de esas pequeñas obsesiones, a pesar de que nunca había estado allí hasta este verano...
–Es uno de esos lugares de los que te puedes enamorar antes siquiera de conocerlos. O al menos eso me sucedió a mí. Quizá fue porque de niña leí libros como «Los cinco», de Enid Blyton, y más adelante a Daphne du Maurier. Es un lugar del que siempre estuve consciente y que me parecía que tenía una esencia mágica y mitológica. Ahora que he ido, puedo decir que en efecto la tiene. Y, en un nivel más práctico, necesitaba para la novela un lugar con el tipo de paisajes y jardines donde fuera verosímil que una casa fuera abadonada y que la naturaleza pudiera apoderarse de ella. Cornwall es ese lugar: hay bosques y acantilados y el salvajismo del mar. Era un paisaje perfecto para una historia en la que la civilización es rebasada por la naturaleza.
–Justamente la sensación general que da ese paisaje es de tensión, incluso podría decirse que en el libro la naturaleza es una presencia negativa, ¿por qué?
–Me pregunto si eso tiene que ver con que soy australiana, porque en Australia la naturaleza siempre ha sido retratada como algo casi malévolo –y ha probado serlo–. Claro, la representamos así porque la tememos: el desierto australiano es vasto e implacable, los niños que se pierden en los bosques no vuelven a aparecer, o al menos no lo hacían en los primeros días de la colonización europea. Así que tenemos este tema literario de niños desaparecidos o amenazados por el ambiente, y cuando comencé a imaginar este libro lo hice dentro de un escenario australiano, quizá justamente porque allí la naturaleza se presta para este tipo de historias. No sé si conoces «Picnic at Hanging Rock», una película australiana muy conocida en la que un grupo de adolescentes, en San Valentín de 1902, va a hacer un picnic en el bosque en un día muy caluroso, de estos que provocan somnolencia; varias de las chicas, que llevan largos vestidos blancos, dan un paseo alrededor de unas rocas antiguas y desaparecen. Nunca más las encuentran. Como la historia de los niños Beaumont, esta película se volvió parte de la conciencia nacional, así que tomé de eso, pero lo adapté a un contexto inglés.