«La cara oculta de la belleza»
Ella, una judía empresaria, entusiasta, que incentivaba a la mujer trabajadora y gobernaba su firma de modo creativo; él, un conservador francés, «fordista», partidario de que el universo femenino se circunscribiera al hogar y que durante la ocupación nazi utilizó su compañía como una fuente de dinero para comprar influencias. Se trata de los fundadores de los dos grandes imperios de la cosmética del siglo XX: Rubinstein y L'Oréal. Con el mismo rigor con que se adentrara en las biografías de Houdini o Sarah Bernhardt, Brandon ha escrito estas páginas para guiarnos por la rivalidad de dos gigantes de las corporaciones cosméticas que han dejado cicatrices imposibles de alisar. Aunque nunca se conocieron, Rubinstein y Schueller llevaron vidas paralelas, y después de sus muertes, sus legados han quedado vinculados, cuando el conglomerado L'Oréal compró el nombre de Rubinstein en 1988. Pero también es un libro atravesado de economía, historia y finanzas, donde veremos a estos creadores sortear las convulsiones históricas del siglo XX: la depresión económica del 29, la ocupación nazi en Francia, el auge del antisemitismo...
En la primera parte seguimos los pasos de «Madame» –como terminarían llamándola– desde el ghetto judío de su Cracovia natal hasta su primer destino en Australia, donde comenzaría a «cocinar» sus primeras cremas. Tras ese primer éxito se trasladaría a Europa; allí, los principales laboratorios ansiaban legitimar sus productos. Caminaremos con ella por la Quinta Avenida subida en sus elegantes zapatos de tacón, asistiremos a su boda y al nacimiento de sus dos hijos. Dueña de un extraño acento entre polaco, yiddish, francés e inglés, triunfó donde otros habían fracasado justo en los albores del sufragio femenino. Llegaría a ser una de las primeras «self made women» millonarias. Mujer excesiva, se parecía a su amiga Chanel en el ansia de disfrutar el presente y olvidar penurias pasadas. Compraba arte «al peso» hasta el punto de que en el salón de su mansión en Park Avenue acumulaba siete Renoirs, una alfombra diseñada por Miró, veinte sillas victorianas cubiertas de terciopelo púrpura con incrustaciones de perlas chinas, lámparas de pie turcas y esculturas de tamaño natural de la Isla de Pascua... Por no hablar de su legendaria colección de joyas ordenadas alfabéticamente. Sonados fueron sus romances con hombres jovencísimos, como aquel muchacho casi púber con quien se presentó en un almuerzo con Ben-Gurion. Pero donde más incisiva se hace esta historia es en la narración de su contemporáneo Eugène Schueller, quien terminaría usando su dinero para promover sus creencias políticas al tiempo que llenaba los bolsillos de los hombres que compartían su agenda (todos reconocidos por su antisemitismo).
Hijo de panaderos
Nació nueve años después que Rubinstein y se crió en el seno de una familia de panaderos que se sacrificara para enviarle a una escuela privada. Tras una exitosa carrera académica, terminó sus estudios de química en la Sorbona... Hasta que un día le consultó un peluquero cómo mejorar los tintes para el cabello. En ese momento Schueller dio un giro a su vida y convirtió su apartamento en un laboratorio. En 1907, había perfeccionado su fórmula para venderla a peluqueros locales, dos años después su empresa daba luengas ganancias y a principios de los años treinta se había convertido en uno de los industriales más ricos de Francia. Trabajador incansable, se levantaba a las cuatro de la madrugada, se reunía durante dos horas con sus directivos para, después, a bordo de su Rolls-Royce visitar hasta la medianoche las plantas químicas. El emporio L'Oréal vivía su momento de esplendor. Fue un hombre complejo y dual que por un lado ansiaba una Europa unida y, por otro, se rodeaba de amigos fascistas y nazis que terminaron siendo llevados a juicio. Schueller terminaría siendo absuelto por poco procesable, aunque también contribuyeran las influencias de sus amigos de la Resistencia. El libro tiene un «bonus track» donde la autora evalúa la industria de la belleza moderna, la cirugía, los tratamientos faciales y la influencia de la fotografía a la hora de distorsionar nuestra percepción de la belleza. Nos obliga así a reflexionar sobre la mercantilización de la imagen y los artificiales estándares que la sociedad nos propone.