La música que da vida
Se le adjudica a Pitágoras el descubrimiento de las leyes de los intervalos musicales regulares, es decir, las relaciones aritméticas de la escala musical. Diógenes Laercio le atribuye la invención del monocordio, un instrumento musical de una sola cuerda que ilustraba la ley según la cual «la altura del sonido es inversamente proporcional a la longitud de la cuerda». Y menciono esto porque en la compleja novela de Benjamin Wood la música es como un Aleph que crea y destruye a los personajes. En un territorio iniciático de jóvenes universitarios hay uno, Eden, que se mueve con una obsesión: el poder curativo de la música, pero que al final ya no es solo terapéutico, sino resucitador de la muerte.
Como contraste a las riquezas de Eden, de su hermana Iris y del grupo de selectos alumnos de Cambridge, Wood les hace integrarse con un enfermero de una residencia de ancianos, Oscar, que entrará en esa escogida «academia platónica» aunque en este caso sea más bien pitagórica. La relación sentimental de Oscar con Iris, será el contrapunto musical de las ideas obsesivas de Eden. La muerte, la ancianidad, el fin de los sueños, la pesadilla en que suelen acabar los sueños van formando espejos que se enfrentan, como tigres borgianos entrevistos por un ciego, que solo repara en las rayas amarillas cuando siente las heridas de las zarpas de la realidad. Novela extrañamente misteriosa consigue que el lector oscile entre el azogue y el cristal del espejo en una realidad que se nos plantea como dudosa y relativa. Al fin, la realidad acude a cubrir los sueños de los personajes con un sudario de muerte, como esa nieve que protege a las plantas de sus larvas internas, y a veces propicia una nueva cosecha y otras las extirpa de la tierra oscura.