La semilla del horror
«¡El horror! ¡El horror!». Es una de las frases más leídas en la historia de la literatura. La pronuncia Kurtz hacia el final de «El corazón de las tinieblas», la novela que Joseph Conrad ambientó en la selva africana para seguir los pasos de este enigmático personaje, que ha perdido contacto con la civilización y que sólo puede describir el horror de la civilización nombrándolo dos veces. Conrad conoció seguramente ese mismo horror en 1890, cuando estuvo en el Congo Belga como empleado de la Societé Anonyme Belge pour le Commerce du Haut-Congo y de donde regresó a Europa mucho antes de lo que se había imaginado. Eso, al menos, es lo que se desprende de este libro, que recopila las cartas que el escritor polaco envió mientras navegaba con destino a África. También las que mandó desde el continente, su «Diario del Congo» y sus dos obras de ficción que, también, transcurren en el mismo escenario: «El corazón de las tinieblas» y el relato «Una avanzadilla del progreso».
Traducidos por Joan Bilbao, que ha escrito un prólogo donde explica las vicisitudes que acompañaron el trayecto y ofrece un panorama sobre el sentido literario que tuvo el viaje, los cuatro textos ofrecen una imagen conjunta de la vida y la obra de Conrad en un momento crucial de su biografía, cuando, después de haber recorrido prácticamente todos los mares, el escritor se lanzó a vivir su aventura africana.
En mayo de 1890, cuando se embarcó en Burdeos en el vapor Ville de Maceio, Joseph Conrad no era un escritor. Ni siquiera era todavía Joseph Conrad, sino Jósef Teodor Konrad Nalecz Korzeniowski. No había publicado nada y, aunque ya había empezado a escribir, no se consideraba un escritor», señala Bilbao. Conrad tenía entonces treinta y tres años, pero había pasado casi la mitad de su vida en el mar. Huérfano a los doce años, con diecisiete había llegado a Marsella y se había subido al buque «Mont Blanc». En los siguientes veinte años, entre lecturas de Shakespeare y diversas aventuras vividas a bordo de diversos barcos, apenas había tocado tierra. La experiencia resultó sin embargo crucial, tanto para su vida como para su obra.
Así que en 1889, tras haber sido capitán de un carguero australiano y después de una breve estancia en Londres, Conrad viajó hasta Bruselas. Gracias a los contactos de su tía Marguerite Poradowska, logró que lo entrevistaran en la Societé. Se ofreció como capitán de unos de los vapores que navegaban el río Congo para recoger marfil y al año siguiente lo admitieron.
El viaje, como revela en las cartas, al principio lo llenó de entusiasmo, pero cuando la travesía llevaba unos veinte días, comenzaron a asaltarlo las dudas. Había motivos, claro. Conrad iba a reemplazar a un capitán que había sido asesinado por los nativos y sabía «que el 60 por ciento de los empleados de la Compañía», como le escribió a su primo desde Sierra Leona, «regresa a casa antes de haber completado los seis meses de servicio».
El Ville de Maceio, en cualquier caso, remontó el río Congo hasta Boma y el 13 de junio llegó a Matadi. «Decididamente, me arrepiento de haber venido», le escribió Conrad a su tía, aunque todavía le quedaban veinte días andando hasta Léopoldville, donde estaba el centro de la Societé. Los problemas, apenas llegó allí, no tardaron en llegar: primero los intensos ataques de fiebre y disentería, después el mal humor del gerente y el mal trato de los superiores con ellos, los empleados, y con los africanos, le hicieron desear el regreso cuanto antes a Londres.
«El gerente es un tratante de marfil más, con los modales de un animal, que se considera a sí mismo un hombre de negocios aunque no es más que una especie de tendero africano», le escribió a su tía, a la que le rogaba, por ejemplo, que le pusiera en contacto con alguien en Bélgica, para cambiar inmediatamente de sitio.
En octubre de 1890, finalmente, tal como Conrad lo había previsto, un nuevo ataque de fiebres y disentería lo puso rumbo a Londres. De los tres años de contrato, sólo llegó a cumplir seis meses. El viaje a África, de todos modos, más allá de que resultó decepcionante, fue, como señala Bilbao, muy productivo literariamente. «El Diario del Congo» y las cartas, en ese sentido, muestran hasta qué punto Conrad se nutrió de la experiencia africana para después escribir «Una avanzadilla del progreso» y esa obra maestra publicada en forma de libro en 1902 que describe el horror, el horror.