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La sobrina psicoanalista de Napoleón

Marie Bonaparte, casada con el príncipe Jorge de Grecia, fue paciente y discípula de Freud. Ambos trabaron una estrecha amistad y ella le salvó de caer en las garras de los nazis. Célia Bertin explica en este documentado volumen cuál fue su papel en la introducción del psicoanálisis en Francia
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  • Toni Montesinos

    Toni Montesinos

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El inventor del psicoanálisis, Shakespeare, encontró en Freud a su codificador; el psicólogo había leído al poeta en inglés, y se convertiría en un Shakespeare en prosa; el psicoanálisis está agonizando, hoy es literatura; Freud como escritor sobrevivirá a la muerte del psicoanálisis... Estas afirmaciones las firma Harold Bloom en «El canon occidental», donde interpreta a Freud desde su condición de escritor. Hoy es escaso el número de psicoanalistas freudianos, y las voces críticas en contra de sus teorías son infinitas. Pero sus libros no han caducado, y todo lo relativo a ellos renueva el interés. Como esta biografía de Marie Bonaparte, paciente de Freud, y también su discípula y su salvadora de las garras nazis.

Un apellido ilustre

El apellido puede sorprender. ¿Al-go que ver con Napoleón I de Francia? Pues todo: fue su sobrina nieta. Esta genealogía se mantendría y agrandaría al casarse, en París por lo civil y en Atenas por la Iglesia, en 1907, con el príncipe Jorge de Grecia. Marie Bonaparte (1882-1962) sería la princesa María de Grecia y Dinamarca, a la sazón madre de dos hijos, Pedro y Eugenia. Esto en lo que concierne a la vida pública; la privada no tiene desperdicio, e incluye traumas infantiles, infidelidades en su matrimonio por ambas partes, obsesión por la frigidez cuya consecuencia más asombrosa será una absurda operación quirúrgica para acercar el crítoris a la vagina, por un lado, y, por el otro, intervenciones de carácter político, ayuda a cientos de intelectuales a huir del nazismo, y una relación con Freud de cariño y admiración, por no decir de enamoramiento.
Este libro de la biógrafa francesa Célia Bertin, traducido por Javier Albiñana, cuenta con un prólogo de la historiadora y psicoanalista Élisabeth Roudinesco, que destaca cómo Bertin es la «única persona hasta la fecha que ha podido examinar el conjunto de documentos de Marie Bonaparte», en parte debido a la colaboración de la princesa Eugenia de Grecia (fallecida en 1888), aunque los archivos de Bonaparte no podrán abrirse hasta 2020. «Célia Bertin muestra con talento cómo Marie superó el hastío –y sin duda la locura– gracias a su encuentro con Freud en 1925, a los cuarenta y tres años», apunta Roudinesco, que resume lo que el lector conocerá en las páginas siguientes: la muerte un mes después del parto de su madre, la relación distante con su padre, la severa educación de la abuela paterna y el largo matrimonio con Jorge de Grecia, amante de su tío Valdemar.
Todo lo cual puede agotar al lector ávido por descubrir los asuntos acerca de la Sociedad Psicoanalítica de París, que Marie Bonaparte fundó junto con otros psicoanalistas en 1926, o en torno a la intimidad y labor profesional compartidas con Freud, de la que fue su principal traductora. Conocer la infancia de la biografiada servirá para entender el alcance del trato con el neurólogo, pues aquella niña rica y desdichada se consagraría a la escritura de una especie de diario, conocido en vida de la autora: unos «Cahiers», que halló de casualidad en 1924 y de los que ni se acordaba. En la cabecera de la cama de su padre, Bonaparte leería la «Introducción al psicoanálisis», que la deslumbró: «Y comenzó a meditar de otro modo sobre su dificultad de vivir», dice Bertin.
Se trata de apuntes inconexos, espontáneos, que expresan tristeza y dolor y cuyas imágenes fueron estudiadas por Freud desde el punto de vista sexual. Entre ellos, nada más conocerse, se establece un vínculo lleno de confidencias; Freud le diagnostica «neurosis obsesiva» y ve en el material que ella le aporta un filón. Concluido el análisis, se fraguó una intensa amistad que sería determinante para Freud: Bonaparte pagó a los nazis la «tasa de salida» que se exigía para abandonar Austria, y el médico se instaló en Londres. Allí iba a morir, y sus cenizas se depositarían en una urna griega que le había regalado su discípula y mecenas.

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