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Laurence Rees: «Hitler sólo tuvo una relación íntima con las masas»

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De cómo un hombre que podría haber pasado inadvertido –como mucho hubiese llamado la atención por su aspecto con un bigotito ridículo y un flequillo lacio–, se convirtió en un líder que llevó a la destrucción total a Europa sabe mucho Laurence Rees, que acaba de publicar «El oscuro carisma de Hitler» (Ed. Crítica), en el que se realiza un acerado estudio psicológico e histórico de un hombre que aún sigue fascinando, para mal, por encarnar el infierno en la tierra.
–¿Hitler creó conscientemente su propio personaje?
–No es exactamente así. Tras las terribles consecuencias para Alemania de la I Guerra Mundial, adoptó unas características que se mantendrían imperturbables hasta su suicidio. Nunca cambió sus convicciones, ni aceptaba las críticas. Tenía una personalidad dañada, básica, que le impedía relacionarse íntimamente con nadie y sin ninguna empatía o compasión. Él siempre fue fiel a sí mismo; lo que cambiaron fueron las circunstancias.
–Usted insiste en que parte de su carisma radica en su intransigencia.
–Sí, y eso hechizaba a las masas porque encontraron en él a un padre autoritario y protector que, en momentos de confusión, no transmitía dudas, ofrecía certezas, erróneas, como que el bolchevismo y los judíos eran las grandes amenazas de Alemania. Entre él y los alemanes no se estableció un vínculo político, sino emocional. De hecho, el dicho «el Führer siempre tiene razón», es la frase más importante del III Reich.
–Lo cierto es que aun siendo una persona execrable, fue coherente en su maldad hasta el fin de los días...
–Es una de las grandes claves para saber por qué llegó al poder. Como cada vez las personas tienen menos conocimientos de Historia se apoyan en el mito resumido de que era un loco. Y nada más lejos de la realidad. En su pavorosa ideología, que era muy primaria por cierto, Hitler era extremadamente coherente en su discurso. Así logró hipnotizar a millones de alemanes. En «Mein Kampf» –que es un libro infumable– escribe con total honestidad lo que quiere y va a hacer para su país, y aunque en los años 30 reconoce abiertamente que quizá fue muy extremo, luego, en la práctica, se demostró que incluso se quedó corto. Pero dio respuestas a miles de personas sobre el significado de todo lo que estaba pasando en su país. Parte de su carisma se lo debe a la profundísima crisis económica que estaban padeciendo los alemanes y a su falta de autoestima. Recojo testimonios de muchos oficiales de la SS que decían: «Lo doy todo por Hitler porque me alumbró cuando yo estaba muy confundido y en él he encontrado un número de propuestas simples y comprensibles».
–Quizá una de las fisuras de su coherencia es que en «Mein Kampf» decía que no creía en la democracia y llegó al poder gracias a las urnas.
–Ésa es una gran paradoja que pasa inadvertida para la mayoría de la gente. En ese sentido contó con la complicidad de sus compatriotas. Fue una de las pocas veces en las que aceptó las reglas del juego. En 1932, la mayoría de los alemanes –que pertenecían a un estado culturalmente tan sofisticado– estaban desesperados y votaron o a los nazis o a los comunistas, que se habían comprometido a eliminar la democracia. Ganó Hitler y ya se sabe lo que ocurrió después. Es uno de los pocos ejemplos, si no el único, del siglo XX, en que un pueblo vota voluntariamente para eliminar su derecho al voto.
–Volviendo a su personalidad. En el libro se recoge el testimonio de un hombre que estaba en las antípodas del nazismo que asistió a una sus charlas en 1922 y dijo: «Sus palabras eran un azote, tenía la mirada de un fanático. Mirando a mi alrededor, vi que su magnetismo convertía a miles de personas en una sola. Me sentí tan fascinado como aterrorizado».
–Y no le faltaba razón. Tenía un poder hipnotizante. Al principio de todo, muchos le acogieron como el salvador. Otros, por la mirada fanática que cita este testimonio, como una amenaza, y la mayoría como una broma pesada. Ésto último fue el gran error.
–También ayudaba a su atracción la imagen de que parecía un hombre inaccesible.
–Era muy distante en las relaciones individuales. No fue una actitud premeditada. Lo que sucedía, y no me gusta hacer especulaciones psicológicas, es que era un analfabeto emocional. Tuvo seguidores y colaboradores que le veneraban sí, pero no eran sus amigos. Lo único que les unía era un interés común. Eran relaciones basadas en el interés.
–En el libro se recoge una reflexión de Hitler que creo que arroja mucha luz sobre su persona. Dice que era capaz de ser locuaz y persuasivo ante miles de personas, pero que si tuviese que hablar en una reunión familiar sería incapaz de articular palabra.
–Es otra de sus enormes paradojas. No era capaz de gestionar las relaciones personales. La única conexión emocional verdadera que tuvo en toda su vida fue con las masas. Fue su única relación íntima porque había una conexión sincera, hablaba exclusivamente para ellos, se producía una auténtica corriente de complicidad. Se creaba entre las masas y él una conexión y una comunión como pocas veces se ha visto. Él ponía en palabras lo que mucha gente pensaba. En esos momentos se gestaba una química tremenda.
–Pero, a pesar de todo...
–Seguía siendo el Hitler introvertido y retraído. Nunca se reía, mantenía un semblante rígido, raramente tocaba a alguien.
–¿Cuál sería a su juicio la esencia del carisma de Hitler?
–Quiero aclarar primero una cosa: solemos calificar el carisma como algo bueno, como un valor de la persona, y no siempre es así, también puede ser muy dañino. Además de su personalidad, de su puesta en escena, sincera y nada teatralizada, para entender su carisma es fundamental analizar cómo lo recibieron los alemanes. Fueron ellos los que le adjudicaron esa «cualidad» carismática. Es como cuando te enamoras de alguien, piensas que es fantástico, y puede que lo sea, pero la percepción es tuya. Los alemanes se enamoraron de Hitler, porque en una época no convencional encontraron a un político no convencional. Tenían la necesidad de amarlo. Sin ellos, Hitler no hubiese sido nadie.
–Y sin la debacle económica...
–Evidentemente. Mire, en las elecciones de 1928 el partido nazi logró el 2,6 por ciento de los votos. En los comicios de 1932, con la hiperinflación desvocada y el paro que padecía la población, consiguió el 37,4 por ciento de los sufragios. Si su carisma fuese suyo, hubiera sido igual de popular cinco años antes o cinco años después, ¿no cree usted?
El gueto de Varsovia, devastado
En pocas ciudades las SS y el Ejército alemán fueron tan crueles como en Varsovia. En estos días se celebran 70 años de la rebelión de los judíos del gueto de Varsovia (en las dos imágenes), por la cual éste fue aniquilado, miles de judíos asesinados y el resto trasladados a campos de concentración. Cualquier visitante que quiera ver lo que fue aquel gueto quedará decepcionado. Apenas unos diez edificios en un estado de pésima conservación, una sinagoga, que no está bien señalizada, y un muro, aunque está previsto que se inaugure en poco tiempo el nuevo museo de Historia Judía de Varsovia. Ayer, para conmemorar el levantamiento, se celebró una ceremonia en la que estuvo presente el presidente del Estado de Israel, Simon Peres. Del gueto de Cracovia apenas quedan vestigios, pero sí del barrio judío de Kazimierz, que se encuentra en perfecto estado. La única razón para ello, es que los responsables nazis de Auschwitz vivían en Cracovia. Eso le salvó de ser destruída como el de Varsovia.
Autoridad sobre la Segunda Guerra Mundial
Es el hombre de la Segunda Guerra Mundial para la BBC, donde trabaja como productor y director creativo de programas de Historia y documentales sobre el conflicto bélico por los que ha recibido tres Premios Emmy. Laurence Rees está fascinado por un momento histórico crucial, «en el que se ejerció el mal de manera muy sofisticada –me refiero a la «solución final»– y también muy primitiva y brutal». Ganó el British Book Award for History Book of the Year en 2006 por el «Auschwitz: Los nazis y la 'solución final». Entre sus obras se pueden destacar: «Una guerra de exterminio» (2006), «Los verdugos y las víctimas» (2008), «A puerta cerrada» (2009) y «El holocausto asiático» (2009), todas ellas publicadas por Crítica.

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