Crítica de libros

Lo que esconden unos guantes de boxeo

Lo que esconden unos guantes de boxeo
Lo que esconden unos guantes de boxeolarazon

«Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba. Andá, andá, qué venís con consuelos vos. Te conozco mascarita». Así comienza el conocido cuento de Julio Cortázar, «Torito», en el que un abatido boxeador, convaleciente de la última pelea, expresa el amargo desengaño de la derrota. Este deporte ha generado muchas páginas de excelente literatura y tenido como entregados admiradores a escritores como Lord Byron, Jack London, Conan Doyle, Norman Mailer, Gay Talese, Hemingway, Camus e Ignacio Aldecoa, entre otros muchos. Sin olvidar al emblemático Arthur Cravan, el púgil inmerso en la aventura dadaísta, sorprendente icono del mejor vanguardismo europeo. Por otro lado, el periodismo español cuenta con las inolvidables crónicas de maestros como Fernando Vadillo, Manuel Alcántara o Miguel Ors. Pero esta narrativa épica, que también tiene su lírica, alcanza su máximo vigor iconográfico proyectándose sobre el cine negro o la novela policíaca en la década estadounidense de 1950, una época dorada del cuadrilátero sobre la que se publica ahora en castellano un clásico de la literatura pugilística: «La dulce ciencia», de A.J. Liebling (Nueva York, 1904-1963), periodista deportivo del «The New Yorker» que fuera también corresponsal de primera línea en la II Guerra Mundial, participando en el desembarco de Normandía y enérgico enemigo del Comité de Actividades Antiamericanas, del polémico senador McCarthy; una fuerte personalidad idónea, en suma, para un deporte de esforzados practicantes, turbulentos entresijos, legendarios combates, espantosas derrotas y reconocida violencia, aun contando con la nobleza del respeto entre contrincantes.

Del ring al olimpo

El título surge en referencia al boxeo como una «Dulce ciencia», que aparece en el memorable libro de Pierce Egan, «Boxiana» (1810), donde se combina ya la crónica deportiva con el retrato moral de la sociedad inglesa de principios de siglo. Liebling abarca en su obra el período que va desde junio de 1951 a septiembre de 1955, y por sus páginas desfilan Joe Louis, Sugar Ray Robinson, Rocky Marciano, Archie Moore y Kid Gavilán, entre otros celebrados púgiles, y los combates que les encumbraron al olimpo de una mitografía popular, que aún pervive con singular fuerza narrativa.

Hallamos aquí una entusiasta defensa del viejo periodismo al pie de la noticia, con los reporteros salpicados por la sangre del ring, el vibrante comentario radiofónico en directo, las prisas por telegrafiar los detalles del evento, y todo ello entre el espeso humo del tabaco, el griterío del enfervorizado público y la electrizante emoción de un ritual espectáculo. Destaca, asimismo, el cargado ambiente previo al combate, con las bravuconerías y amenazas de los contendientes; el duro meritoriaje de los sparrings; la intensidad de los entrenamientos –«saco ligero, saco pesado, flexiones, abdominales, carrera y sombra» (pág. 44)–; el abigarrado mundo de preparadores, mánagers y promotores; el perfil del boxeador «tieso», proveniente de míseros ambientes familiares; la excitante cuenta atrás sobre el luchador caído en la lona; la detallada descripción de demoledores jabs, uppercuts y swings. Sobresalen interesantes aspectos, como la instintiva inteligencia natural de muchos boxeadores, la frustración del público ante el KO fulminante al comienzo de la pelea, la atmósfera de edificios neoyorquinos tan característicos en aquellos años –la Penn Station, el Madison Square Garden o locales como el bar Neutral Corner–,y el sórdido mundo de las apuestas.

Estos textos ostentan un indudable carácter literario por su cuidado estilo prosístico, detallada psicología de personajes y minuciosa observación de conflictivas situaciones, incluyendo, cuando se requiere, el tono bronco y desabrido de la mejor crónica periodística, con su intrínseca violencia descriptiva: «Terminado el tercer asalto, el lateral derecho de la cabeza del pobre Pelirrojo (Sandy Saddler) estaba empezando a inflamarse a causa de los violentos crochés de izquierda, y según avanzaban los minutos, parecía un viejo balón medicinal asimétrico al que alguien le hubiera pintado rasgos humanos» (pág. 248). En todo momento se detalla la compleja gestualidad de la lucha, las estrategias del cuerpo a cuerpo: «Y entonces Robinson, el boxeador casi inmaculado, el epítome de la elegancia en los cuadriláteros, lanzó un golpe salvaje desde muy atrás del hombro, como un niño, no logró hacer diana en su rival por mucha distancia y cayó a plomo de bruces» (pág. 83). Este libro se lee como un ensayo sobre las pasiones humanas, una reflexión acerca de la ambivalencia entre triunfo y fracaso, un relato cercano a la novela negra y el cine policíaco, un alegato en favor de la dura nobleza de esta «dulce ciencia», la defensa del periodismo al pie de la noticia y la consideración de la crónica deportiva como una modalidad expresiva plenamente literaria. Conviene destacar la excelente labor del traductor, Enrique Maldonado. Una obra altamente recomendable más allá del propio interés pugilístico.