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Los peluches nos están espiando

larazon

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Excelente cuentista pero, ante todo, escritora, la argentina Samanta Schweblin, después de haberse estrenado en la novela con la exitosa «Distancia de rescate» (traducida a veinticinco idiomas y, en su día, una de las finalistas del Man Booker International Prize en 2017), publica ahora su segunda incursión en el género: «Kentukis» una obra breve, extraña y eficaz, que se mueve en los límites entre la intimidad y la intromisión, entre la privacidad y el espectáculo y que la autora de «Pájaros en la cabeza» conduce con un pulso narrativo firme, sin fisuras, en sintonía con la cadencia de sus mejores relatos.
El personaje central de esta obra, en realidad, no es uno. Son varios: unos muñecos de peluche llamados Kentukis (pueden ser un osito, un conejito, un perrito, lo que sea) y que se han convertido en el entretenimiento favorito de todo el mundo. Están en todas partes, en cualquier lugar. Especialmente en pisos y en casas y en departamentos de Barcelona, de Berlín, de Vancouver, de Hong Kong o de Buenos Aires, desplazándose de manera autonóma por los hogares como si fueran unos robots e inofensivas mascotas. Nada, sin embargo, es lo que parece, porque dentro de estos dulces peluches se esconde una cámara que todo lo ve y detrás de ésta alguien remoto que se pasan la vida mirando la vida de otros mientras duermen, sueñan, comen, aman o van al lavabo.
Unos pies desnudos
Así, alrededor de estos inofensivos pero temibles Kentukis se ordena la existencia de los otros personajes de la novela: personas de carne y hueso que se entregan al raro placer de espiar y ser espiadas, como un trío de amigas que muestran sus intimidades como si se tratara de un juego perverso, como una mujer que observa la cotidianidad de una chica que desconoce pero de la que todo sabe o como unos hombres que no dejan de mirar todo el tiempo unos pies desnudos que se deslizan sobre el suelo de una casa ajena. Es decir, personas como todo el mundo y que, como todo el mundo, precisamente, se exponen abiertamente (todo un síntoma de la época) a la pulsión escópica de mirar al otro y, al mismo tiempo, ser mirado.
No hay, en ese sentido, una trama lineal, sino una que se diluye en unas cuantas historias cruzadas y que acaban conformando el argumento, la idea, la pregunta central de la novela: ¿nos relacionamos entre nosotros? ¿O nos relacionamos con la tecnología? La respuesta de Samanta Schweblin, en todo caso, parece tan simple como compleja: nos relacionamos con nosotros mismos. Y cada uno se inventa, como puede, a su modo, una forma posible de soledad.