Crítica de libros

Los versos ardientes de Gimferrer

Los versos ardientes de Gimferrer
Los versos ardientes de Gimferrerlarazon

En los últimos años la lírica en castellano de Pere Gimferrer (Barcelona, 1945) ha experimentado una variada gama de registros expresivos: la singular sentimentalidad de «Amor en vilo» (2006) y «Tornado» (2008); una intensa reflexión sobre el paso del tiempo, la conciencia artística y la función de la poesía en «Rapsodia» (2011); o el sentido revolucionario de la escritura en «Alma Venus» (2012) y «No en mis días» (2016). Pero no debe olvidarse que nuestro poeta, generacionalmente, no solo se integraba en la antología «Nueve novísimos poetas españoles» (1970), de José María Castellet, sino que era el autor de «Arde el mar» (1966), el más emblemático poemario de una renovadora estética ultrarromántica y neomodernista. El impacto de ese ataque frontal a la realista poesía de la experiencia no se ha mitigado con el paso del tiempo; por el contrario, ha ido evolucionando con la inclusión de referencias testimoniales, la presencia de la cotidianidad, el sentido visceral del erotismo, o la retórica de la ironía. Marcados por el vanguardismo simbolista, el arte pop, la estructura de collage, un amago de escritura automática o la influencia del cine, este grupo poético –Antonio Martínez Sarrión, Ana María Moix, Manuel Vázquez Montalbán, José María Álvarez, Félix de Azúa, Vicente Molina Foix, Guillermo Carnero y Leopoldo María Panero eran el resto de los antologados– marcaría la moderna lírica española, bajo el clásico influjo rubendariano y a la sombra del mejor Juan Ramón Jiménez.

Elaborada expresión

Con «Las llamas» Gimferrer regresa, con renovada perspectiva, exquisita madurez y elaborada expresión, a la esencia de aquella estética definida por la evocación del pasado, la nostalgia de la juventud, ensoñados paisajes decadentes, crepusculares recuerdos, punzantes imágenes luminosas, culturalistas añoranzas y vibrantes sentimentalidades. La dialéctica entre el ayer y el presente se manifiesta en versos como estos: «Cómo eran los árboles aquellos, cómo veo los árboles atrás, /cómo veré los árboles ahora» (pág. 41); el imaginario clásico gravita sobre alucinadas fantasías: «En el carro de la comedia antigua,/en el carro de Tespis, graznan los corifeos,/pajarería, hombres con máscaras de pájaro, zancudos y picudos,/grifones y sirenas aladas en desgarro» (pág. 37); y un impulso visionario se cierne sobre la existencia amenazada: «Los alicates de la muerte rosa,/la contradanza de la luz del día,/como si el aire, cernido de llamas,/fuera un ojo, sin pábilo, de cera:/como si no nos viera respirar» (pág. 73); sin olvidar una estetizante escenografía quimérica: «Como los portadores de jarras de Mantegna, los jardines de Windsor/no han podido pasar de las trompetas de fuego en lo oscuro:/así a tientas recorremos un abismo de jardines;/tras la verja metálica, los silencios del parque» (pág. 17). El campo semántico de lo ígneo, la pureza de una lumbre evocativa, el ardor de unas selectas palabras, y una romántica hoguera de nostálgicas visiones, conforman la esencia de este excelente poemario, tan certeramente epilogado por Aurora Egido.