Mujeres en primera línea de fuego
El único papel de la mujer soviética durante la II Guerra Mundial no fue el de amante. Tampoco el de enfermera o ama de casa en pena por no poder echar más que un nabo a la sopa. Para no pocas, la contienda consistió en un dilema: morir o matar y, después, intentar asimilar de por vida la devastación interior de aquel trauma. Por aquella situación pasaron cerca un millón de soviéticas (quinientas mil alemanas, medio millar de norteamericanas y doscientas cincuenta mil inglesas). Las mujeres han formado parte de ejércitos profesionales desde el siglo IV a.C. y, pese a ello, en los innumerables textos que existen sobre las más de tres mil contiendas que han azotado la humanidad, todo lo que sabemos ha sido contado por hombres. «Somos prisioneros de imágenes y sensaciones masculinas de la guerra», escribe Alexiévich. De esta idea nace «La guerra no tiene rostro de mujer», que resulta tan evidente que parece un insulto el hecho de que a nadie se le ocurriera contarlo desde ese ángulo: el de ellas.
Corregir con tinta lo que en tinta estaba, fue la motivación de la autora a la hora de abordar este libro. Para ello, dedicó siete años a entrevistar a varios centenares de aquellas combatientes soviéticas que, entre los 15 y los 30 años, lucharon en la Segunda Guerra Mundial contra el Ejército de la Alemania nazi. Aunque «siempre guardan silencio o se adaptan al canon», cuando se sabe leer el tono de su voz, sus relatos son diferentes, reparan en: «Olores, colores, iluminación, espacio...». No hay héroes ni hazañas, sólo dolor. Personas devastadas «por la inhumana tarea humana». Para llegar a tal conclusión no sólo habló con enfermeras, cocineras, lavanderas y telefonistas, sino también con francotiradoras, pilotos de avión, jefas de artillería antiaérea y de zapadores, guerrilleras, criptógrafas y auxiliares del Estado Mayor. Era de obligado cumplimiento volver al lugar de los hechos, al epicentro del daño. Porque las contiendas no concluyen cuando dejan de caer las bombas.
Al recabar experiencias, distinguió entre las mujeres sencillas que se expresaban con sinceridad, y las más instruidas que asumían el prisma masculino. Pero todas hablan. Como Klaudia Grigorievna Krojina, sargento francotiradora: «No me apetece morir. He prestado el juramento militar por el que doy mi vida si hace falta, pero no tengo ganas de morir. Aunque regrese viva, lo haré con el alma enferma. Ahora me digo: hubiera preferido ser herida en una pierna o en un brazo, porque el dolor sólo sería corporal. Pero en el alma... es muy doloroso».
Comité censor
Por cuestionar clichés sobre el heroísmo soviético, así como por su crudeza, estas páginas sólo vieron la luz con la llegada de la Perestroika. No fue hasta 2002 cuando se produjo este libro en marcha que hoy conocemos, donde el lector asiste a las reflexiones de la narradora acerca de la construcción de la historia, la cartografía del contexto, la búsqueda de los testimonios, el clima de los encuentros, la inclusión de párrafos eliminados por autocensura así como los dictámenes del comité censor cuando le reprobaban mancillar la Gran Guerra. Tuvo mucho mérito el trabajo de esta «retratista insistente», «atrapadora de momentos» o «constructora de fragmentos». Escritora consciente de que en el momento de cada entrevista se reúnen tres seres ante la grabadora: quien habla, la persona tal como fue en el pasado y ella misma. Nada que a un periodista le sea ajeno. Porque ése es el oficio de Alexiévich: el de reportera con buen pulso narrativo y gran profundidad de campo. La primera, de hecho, en ganar el más alto reconocimiento literario por su labor en el terreno de la no ficción.
Se dice que ha cultivado su propio género al que denomina «novela de voces» (o «escritos polifónicos»), donde sus narradores son personas que se han autoimpuesto el silencio. El rango de sus timbres va desde la Revolución hasta Chernóbil pasando por la caída del imperio soviético –«El fin del homo sovieticus» se editará en Acantilado en el 2016»–. Se ha dicho que es «una Kapuscinski en femenino», pero, a diferencia del polaco no se afana en decirle al lector lo que el entrevistado piensa, cree y siente –como él hiciera con los africanos–. Tampoco rompe el contrato con el lector acerca de que su texto sea de no ficción. Lo es, y le importa en grado sumo que se cumplan las cláusulas. Acaso sí tenga ecos de algunos textos de Vassili Grossman, de la injustamente olvidada Sofía Casanova o de Vladmir Makanin. No obstante, ella sólo confiesa un ascendente: Alés Adamóvich.
Destinos compartidos, tragedias individuales. Una simple verdad que no es la verdad. Esta búsqueda incesante la ha conducido por el camino de baldosas amarillas hasta el Nobel. Sólo un humilde «pero»: no se añade valor a un sexo denostando al contrario . Aseverar que las mujeres «no conocen la pasión del odio» o que «ningún varón puede ser neutral», incluso que «a una mujer le resulta más difícil matar porque da la vida», a la luz de una nueva centuria con anhelos igualitarios, resulta un tanto trasnochada. El mejor escribano echa un borrón.