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Murakami no tiene color

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  • Diego Gándara

    Diego Gándara

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Son cinco y todos tienen un color. Menos uno. Un pentágono en el que uno de los lados es tan necesario como una palabra sin sentido, como un nombre que no expresa nada. Ni siquiera un color. Los ideogramas de cada uno de los apellidos de sus cuatro amigos sí que significan algo. Colores, además: Aka, Ao, Shiro y Kuro; es decir: rojo, azul, blanco y negro. Pero él no: su apellido no tiene color. Tsukuru Tazaki es, de los cinco amigos, el único chico sin color.
El peregrinaje por la adolescencia, la juventud y el principio de su madurez de este chico sin color es lo que cuenta Murakami en su nueva novela, donde persigue la trayectoria de Tsukuru ,desde Nagoya hasta Tokio, donde trabaja como ingeniero, haciendo y pensando estaciones de trenes, una tarea que, en el fondo, le resulta más sencilla de llevar que un hecho ocurrido durante el segundo curso de su carrera, cuando sus cuatro día decidieron no verlo más.
Murakami vuelve a firmar en «Los años de peregrinación del chico sin color» una novela profunda que intenta retratar la soledad del mundo contemporáneo. Y lo hace, con paso seguro y puntual, con una trama sostenida en una cultura actual que no distingue la división entre una cultura alta y otra baja, pues en la obra del escritor japonés siempre hay sitio, por ejemplo, tanto para la música de Elvis como para la de Listz y una concepción de la realidad que súbitamente, en ciudades como Nagoya, Tokio o Helsinski, adquiere dimensiones kafkianas.
«Es como si de pronto, en alta mar, te arrojasen por la borda en plena noche», dice Tsukuru, a quien el rechazo de sus amigos lo sumió en una congoja que lo hizo coquetear con el suicidio. Pero, como el calumniado señor K de «El proceso», Tsukuru intuye que alguien, seguramente, debió hablar mal de él con lo cual, dieciséis años después, todavía está dispuesto a saber lo que ha ocurrido.
La fórmula de Murakami, en esta novela en la que el viaje al pasado es también un viaje onírico, parece, por momentos, similar a sus obras más juveniles, como «Tokio Blues» o «Norwegian Wood», aunque los ingredientes no sean los mismos y los resultados, tampoco, pues es, además de profunda, mucho más madura que las anteriores: mira el caos del mundo con los ojos abiertos y extrae de él, sino el color de un nombre, el nombre de un color que, como dice Tsukuru, «cada persona tiene».