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Qué mal envejece la ironía

Qué mal envejece la ironía
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Hoy resulta insólito que un autor que en su día fuera admirado sin reservas por Francis Scott Fitzgerald, Virginia Woolf y Graham Greene, o que apareciera citado en obras de James Joyce y Vladimir Nabokov, esté prácticamente olvidado. Pero eso es lo que exactamente le ha ocurrido al inglés, aunque nacido en Austria, Norman Douglas, que en su día recibió toda suerte de parabienes por parte de estos gigantes de la literatura universal y de otros muchos –como Anthony Burguess y Robertson Davies, entre algunos contemporáneos– y cuya cumbre literaria, «Viento del sur» (traducción de Guadalupe Sexto e Ismael Belda), llega ahora hasta nosotros por obra y gracia de una joven y atractiva editorial, Estática. Tal vez el éxito de la literatura de Douglas entre colegas de país o lengua se deba a su particular sentido del humor, del todo «british», entre lo elegante-cínico y lo absurdo, quizá en una línea similar a Evelyn Waugh, con el que coincide en emplear los diálogos para caracterizar a los personajes, siempre movidos por opiniones singulares, quedando en segundo plano la trama novelesca que pudiera surgir. «Viento del sur», publicada en 1917, cuando su autor rozaba la cincuentena, se asienta así en lo que hablan sus extravagantes individuos, que irán surgiendo en la imaginaria isla de Nepente en la que han confluido diversos emigrados que se mueven al compás del siroco, esa «ráfaga reseca cuyo aliento cálido y pegajoso apresura la muerte y putrefacción».

Ahora nos parecerá una novela llena de ironía inofensiva, pero en su momento fue un texto valiente y audaz, con esa reunión de voces que hablaban, como escribió Woolf, de forma desvergonzada, discutían sobre todos los temas y ponían en práctica sus caprichos y prejuicios. Un terreno para que los diferentes interlocutores discutiesen de lo divino y lo humano, como Thomas Heard, doctor en Teología y obispo de Bampopo, antes destinado a África y con problemas gástricos, que llega en barco a esta isla donde flota «un aire de irrealidad».

Las americanas metálicas

No faltan personajes como el señor Muhlen, «ostentoso y demasiado bien vestido», o unas americanas «encantadoras pero un tanto metálicas»... Gente rara, dice el narrador al comienzo, en definitiva, como para preparar al lector a todo este arsenal de opiniones y relaciones interpersonales concebidas por un hombre que, en sí mismo, es una novela: a Douglas lo echaron de Rusia en 1896, cuando trabajaba en el servicio diplomático, por un escándalo sexual, lo que se volvió a repetir en Inglaterra, para pasar exiliado el resto de su vida en parte de Europa, India y el norte africano.