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Reediciones de miedo

Una recopilación de relatos muestra las influencias literarias de Lovecraft. «Frankenstein», en Sexto Piso, y una antología de cuentos en Siruela recuperan el gusto por la literatura de terror
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Noelia Molanes - Madrid
Los ojos, contagiados por la negrura que produce la dilatación de las pupilas, se tiñen de oscuridad. Aumenta la presión arterial y el corazón se precipita en un ritmo frenético cuyo eco se propaga en la caja torácica hasta convertir el aliento en un jadeo entrecortado. La piel se eriza y los huesos sostienen un cuerpo de pronto aterido y tembloroso, cuyos músculos, especialmente los de las extremidades, palpitan preparados para iniciar la huida. ¿Es el miedo una simple reacción fisiológica? ¿Una fórmula errática de ese laboratorio biológico que juega a liberar adrenalina? La respuesta, indudablemente, ha de ser un no rotundo si hablamos de literatura. El terror puede elevarse a la categoría de placer estético en el ámbito de los libros y los hilos de misterio y surrealismo con el que se tejen sus inhóspitos universos han acabado conformando personajes arquetípicos y legendarios que superan los límites de la obra y se han instalado en el imaginario colectivo. «Frankenstein o El moderno Prometeo» es un buen ejemplo de ello. La obra de Mary Shelley, que ahora reedita Sexto Piso con ilustraciones de Lynd Ward –ilustrador que adquirió popularidad con los dibujos en blanco y negro de sus historias sin palabras y que se considera uno de los autores de mayor influencia en la evolución de la novela gráfica–, nació de una apuesta –la que Lord Byron propone a Mary Shelley y a su círculo de intelectuales para «escribir una historia de fantasmas»– y de los sudores de una pesadilla –«vi el horrible espectro de un hombre extendido y cómo después, gracias al funcionamiento de algún prodigioso artilugio, mostraba signos de vida (...) ahí está el horrible ser», recuerda Shelley en la introducción de la obra– y ha acabado convertido en un personaje de inspiración legendaria.
Irresponsable creador
«Sin duda, uno de los secretos de Frankenstein que ayuda a explicar su duradero encanto es el paciente, incondicional, absolutamente leal y profundamente humano amor del demonio por su irresponsable creador», explica Joyce Carol Oates en el epílogo del libro. La intención de la creadora de Frankenstein, que sólo tenía 21 años cuando se publicó su célebre obra, era crear «una historia que hablara de los misteriosos miedos del ser humano y despertara la excitación del miedo, una historia que hiciera que el lector tuviera miedo de mirar a sus espaldas, que helara la sangre y le acelerara el pulso», escribía Shelley en la introducción que elaboró en 1831 y que se incluye en la reedición de Sexto Piso.
Ése era el objetivo que habían inspirado las narraciones que Lord Byron les leyó –entre ellas, la «Historia del amante inconstante»– en aquel verano de 1816 «poco agradable» de «persistente lluvia» en el que se reunieron en Suiza. Descubrir los textos que han servido de inspiración a uno de los grandes creadores del género es uno de los atractivos de «El horror según Lovecraft», el libro que recoge algunos de los relatos y los autores más influyentes del padre de los Mitos de Cthulhu y que ahora reedita Siruela. Para el ermitaño de Providence, el miedo, por encima de sus desencadenantes fisiológicos, era más bien una desconfianza perpetua, una forma de analizar lo cotidiano con cierto recelo, como esperando a que los monstruos emergiesen de esa vulnerable y frágil rutina. «El sentimiento de terror es una emoción auténticamente humana», decía. La cita la recoge Juan Antonio Molina Foix, que se preocupa no sólo de ofrecernos traducciones de los relatos originales, sino los puntuales y demoledores comentarios que Lovecraft escribió sobre ellos, como si pudiese susurrar al oído del lector las debilidades y fortalezas de la atmósfera del texto. Estas impresiones, recogidas esencialmente de tres fuentes literarias (su laborioso estudio «Supernatural Horror in Literatur», el artículo «Favorite Weird Stories of H.P.L», que publicó la revista «The Fantasy Fan», y el material incluido en los cuatro tomos de cartas escogidas de 1919-1937, que editó en los años 60 Arkham House), revelan el espíritu crítico del ermitaño de Providence, que no sólo se ha convertido en una referencia indispensable de la literatura de terror, sino en uno de los estudiosos más preocupados por el género.
Mundos propios
No en vano, era para él algo más que un desahogo fantasioso: constituía una forma de vida. En palabras de Molina Foix, su «defensa del género preternatural se presenta como una deslumbrante victoria del espíritu frente a la materia, una restitución de la facultad de soñar, de crear mundos propios, de expresar sus mismos fantasmas y exorcizarlos». Aunque los cuentos recogidos en esta colección no han sido seleccionados directamente por Lovecraft («su nula celebridad en vida le negó solvencia como antológico», señala el editor), esta antología se convierte en una suerte de billete hacia lo inhóspito, en un viaje literario por el mundo del terror de Lovecraft.
Entre los que más conmoción le produjeron se encuentra «La litera de arriba»,de Francis Marion Crawford, texto que lamenta haber descubierto a una edad demasiado tardía. «Recibí un profundo y auténtico mazazo», asegura Lovecraft, que definió este cuento como «uno de los relatos de horror más tremendos de toda la literatura». También le impresionó la obra de Arthur Machen y llegaría a afirmar que su estilo «tiene un ritmo y una música que yo nunca he podido lograr y que ni siquiera puedo imitar sin parecer afectado». La humildad no es gratuita, ya que éste es uno de los pocos autores a los que Lovecraft concede el privilegio comparativo con Poe –su gran influencia desde que lo descubrió en su infancia– y reconoce que si bien «a su prosa le falta la incesante fuerza y el carácter impresionante que convierten cualquier relato» del autor de «El cuervo» «en un delirio concentrado», también «hay en Machen un éxtasis del miedo que los demás seres vivos son demasiado torpes o tímidos para captar y que incluso Poe no logró concebir en toda su anormalidad». Los complejos y vanidades –más de los primeros que de los segundos– emergen en sus lúcidos comentarios. De Algernon Blackwood, aún siendo «menos intenso» que Machen, llama la atención de Lovecraft que en su «luminosa e irregular obra» se encuentren «algunas de las mejores páginas de la literatura espectral de nuestro tiempo». De él le apasiona «la creencia en la existencia de un mundo irreal que nos hostiga». Tanto es así, que a Blackwood le atribuye «el mejor relato espectral que he leído»: «Los sauces», también incluido en esta antología. Es en este punto donde Lovecraft y Shelley se desmarcan. Como indica Carol Oates, entre los aspectos más originales de Fran-kenstein está su «origen natural»: en los clásicos los demonios surgen de «lugares ocultos al espíritu humano», pero la creación de Shelley es «un contrario manufacturado, una idea abstracta que se hace carne, una esencia platónica a la que se concede una existencia espantosa», explica. Y es que, como Shelley confiesa, «la invención, tenemos que admitirlo humildemente, no consiste en crear de la nada, sino del caos». Y aquí vuelven a reencontrarse. Porque de la entropía nace ese universo de Lovecraft lleno de seres alienígenas, vahídos del tiempo y pesadillas, en el que el peor fantasma es esa loca de la casa –como Santa Teresa de Jesús llamaba a la imaginación– que susurra sus delirios, recordándonos el miedo y la finitud. Esa mortalidad a la que, igual que hicieron estos célebres autores, sólo se puede sortear amarrada a las fábulas de la fantasía.

La perduración del apellido

Hija de la pensadora feminista Mary Wollstonecraft y del filósofo William Godwin, la ascendencia literaria de la creadora de Frankenstein parecían conducirla de una forma natural a la escritura. Sin embargo, como la propia autora reconoce, fueron las presiones de su marido, Percy Bysshe Shelley –del que adoptó el apellido–, las que agilizaron la creación del mítico monstruo. «Estaba ansioso desde el primer momento porque demostrara ser digna de mi ascendencia e inscribiera mi nombre en las áginas de la fama (...) Quería que yo escribiera, no tanto con la idea de que pudiera realizar algo digno de mención, sino para poder juzgar si sería capaz de realizar cosas más prometedoras en el futuro». Y lo consiguió: de no ser por ella, el apellido Shelley nunca se hubiese perpetuado.

El detalle

MÁS MACABRO, MÁS GÓTICO
El cierre de la antología «El horror según Lovecraft» lo protagoniza «El testimonio de Randoph Carter», un relato del propio autor «cuyo protagonista constituye una idealización literaria del escritor de Providence», en palabras de Molina Foix. Es el broche final para observar la influencia de autores recogidos en la colección, como Dunsay, en la literatura de Lovecraft. El relato pertenece a la primera etapa del autor, más gótica y macabra, «que marca una decisiva inflexión en el género terrorífico al racionalizar los contenidos clásicos mediante la adopción de un ropaje supuestamente materialista y científico», comenta el editor.

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