Rosenberg: Él escribió el Tercer Reich
Robert K. Wittman y David Kinney narran la peripecia del diario del jerarca nazi, ejemplo del descontrol que ha rodeado la documentación del Tercer Reich, y desgrana la biografía de un hombre mediocre que estuvo involucrado en el robo de los bienes judíos en toda Europa.
Las ejecuciones de los líderes nazis comenzaron minutos después de la una de la madrugada del 16 de octubre de 1946 en el gimnasio de la prisión de Núremberg, donde se había erigido un cadalso para ahorcar a los condenados. El primero fue Joachim von Ribbentrop, luego el mariscal Wilhelm Keitel, después Ernst Kaltenbrunner, en cuarto lugar, a la 1:48, Alfred Rosenberg subió los fatídicos 13 escalones. «Tenía la cara mustia y demacrada, miró a su alrededor y al tribunal sin que en su rostro se dibujara expresión alguna» y se mostró indiferente ante el fraile que rezaba a su lado; dijo su nombre cuando le preguntaron y rechazó la invitación de pronunciar unas últimas palabras. El verdugo le tapó la cabeza con un capuchón, le ciñó la soga al cuello, tiró de una palanca y el ideólogo nazi cayó a plomo por la trampilla. El hombre que más había luchado con la pluma para difundir el nazismo, la superioridad aria y la necesidad de exterminar a judíos y comunistas, se fue sin una postrera consigna. El médico certificó su muerte a la 1:59. Desde entonces su figura ha ido difuminándose hasta casi desaparecer. Personajes como Göbbels, Göring, Himmler o Ribbentrop permanecen en el recuerdo, pero Rosenberg ...
147 meses en el poder
Nadie duda de que trató de sistematizar la ideología nazi y que fue uno de los incitadores a las atrocidades cometidas durante sus 147 meses en el poder, pero sus millares de escritos en la prensa del partido a lo largo de 24 años eran solo aptos para investigadores y su prosa abstrusa, reiterada y huera daba poco de sí; tampoco se veía clara la influencia de su obra magna, «El mito del siglo XX», un pastiche indigesto («un eructo ideológico», según Göbbels), recopilador de ideas ajenas convenientes para montar un artilugio totalitario, racista y antisemita, por más que fuera el segundo texto nazi más difundido en el III Reich después de «Mein Kampf». En definitiva, era difícil comprender su relevancia aparte de su fidelidad perruna a Hitler desde la fundación del NSDAP hasta la derrota. Y, de pronto apareció su diario: una sorpresa por la escasez de testimonios personales dejados por los dirigentes del III Reich, un documento interesante por su extensión (600 páginas manuscritas) por su época, el apogeo nazi, 1934/44, y por la relevancia de los cargos del autor. Pero no es oro todo lo que reluce. Y eso se ve en «El diario del Diablo. Alfred Rosenberg y los secretos robados del Tercer Reich», cuyos primeros capítulos constituyen la peripecia de los papeles del fiscal Robert Kempner, un judeo-alemán que perteneció al equipo norteamericano de fiscales que en Núremberg elaboró las acusaciones contra los nazis. Kempner se guardó la documentación que utilizó en el proceso, aprovechando el descontrol en la custodia de las toneladas de documentos requisadas por el Ejército EEUU.
Kempner pensaba aprovecharlos en varios libros que, finalmente, no escribió. El material que acaparó (centenares de cajas, carpetas y legajos; más una tonelada de documentos) lo heredaron sus hijos, secretaria y amante y cayeron en un laberinto de intereses difícil de aclarar. En su epicentro figuraba el diario de Rosenberg. La peripecia de esta documentación –que acabó en el U.S. Holocaust Memorial Musseun de Washington– sería un buen argumento para una novela. Y, en efecto, el personaje que hizo que esa documentación llegara al apropiado destino fue el agente del FBI, Robert K. Wittman, uno de los autores de este libro.
Aparte de la peripecia de los papeles –paradigma del descontrol que rodeó la custodia de los documentos del III Reich– la obra constituye una biografía del publicista nazi, enriquecida en el período 1934/1944 con el contenido de su diario. Rosenberg , cursó arquitectura en Moscú y se interesó por muchas cosas que hicieron de él «un hombre de profunda cultura de enseñanza media» (Joachin Fest) o, como proclamaba Göbbels: «Rosenberg era casi idóneo como erudito, como periodista, como político... pero solo casi» o, según el embajador norteamericano William Dodd: «No hay un político alemán que piense con menos claridad y al que le gusten tanto las bobadas». Aunque muy ufano de su papel como ideólogo del III Reich, cargo que era solo oropel, y haber contribuido a robar los bienes judíos por toda Europa, la ocasión de Rosenberg llegó con el ministerio el Territorio del Este, concedida por el conocimiento del idioma y la gente de su Rusia natal, pero no hizo nada útil: ni era el apropiado para una empresa de titanes (en el cuartel de Hitler le llamaban «el flojo») ni se le permitió una actividad relevante: allí mandaba la Wehrmacht, las SS y Hitler, que le cortó las alas respecto a una autonomía ucraniana. El sueño del Este se desplomó y del pomposo título no quedó nada. Desde mediados de 1944 vivió en Berlín, distante aunque fiel a Hitler. La última entrada de su diario registra el bombardeo de su casa y la destrucción de cuanto en ella había y se cierra con un pensamiento: «Cuán lejos queda nuestra juventud». En Núremberg, Hans Fritzsche dijo que Rosenberg tenía «La culpa de que todos estemos sentados en el banquillo de los acusados». No fue para tanto. Tras leer este libro, su figura queda disminuida: fue un fanático presuntuoso, un pseudointelectual de pensamiento confuso y un racista sin escrúpulos. Un malvado más de la camarilla de Hitler. Casi es obligado recordar a Hannah Arendt : Rosenberg fue una muestra más de la «banalidad del mal».