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Aniversario
A Javier Marías se le recuerda leyéndolo (solo)
Al escritor le hubiese importado un bledo que le pusieran su nombre a una estación de tren, a un aeropuerto, a un estadio, a una biblioteca o a una simple calle de barrio o plazoleta de pueblo.

Estoy segurísimo de que a Javier Marías le hubiese importado un bledo que le pusieran su nombre a una estación de tren, a un aeropuerto, a un estadio, a una biblioteca o a una simple calle de barrio o plazoleta de pueblo. De hecho, pienso que se hubiese ruborizado. Creo que para el escritor madrileño, del que se cumplen tres años de su fallecimiento, el mejor reconocimiento es que se le siga leyendo después de muerto: y esto, desde luego, dejando novelas de tan alta calidad como las que escribió –de «Corazón tan blanco» a «Berta Isla» pasando por «Los enamoramientos»–, lo tiene asegurado. A Marías, aunque no tenga un colegio a su nombre, nunca le van a faltar lectores. Es realmente triste la posteridad del escritor sin lectores cuyo nombre queda relegado a una dirección cuyo apellido el GPS pronuncia con una acentuación deficiente.
Por ello, entre otras cosas, Javier Marías, quizá a la espera del Nobel de Literatura, rechazó muchos reconocimientos en vida –rehusó, por ejemplo, dos veces el Premio Nacional de Narrativa por no aceptar distinciones procedentes del Estado– y se hubiese reído de este vano debate, que podríamos titular parafraseando uno de los títulos de sus novelas «Mañana en la batalla (cultural) piensa en mí», y que le hubiese parecido estéril. Pero, oye, ¡de algo tenemos que escribir, señora!
Y viene al caso porque siendo el Rey de Redonda el mejor escritor contemporáneo en castellano y más allá, tras su prematura y sorpresiva muerte el 11 de septiembre de 2022, solo se le ha dedicado, se le ha puesto su nombre, a una biblioteca: concretamente, a la pública del barrio madrileño de Moratalaz a iniciativa del gobierno comandado por Isabel Díaz Ayuso. Y no es por resaltar el agravio comparativo, pero valga el ejemplo: a la también novelista Almudena Grandes –una buena escritora, pero incomparable con la grandeza universal de Marías–, que murió apenas diez meses antes que el autor de «Negra espalda del tiempo», el Gobierno le puso nada menos que la mayor estación del país, la de Atocha, a su nombre. Y no solo eso: la autora de «El corazón helado» y de los interminables episodios de la guerra, tiene, entre otras distinciones postmortem, un sello de Correos, una biblioteca en Móstoles, un premio de novela del Ayuntamiento de Sevilla, un doctorado honoris causa en la Universidad de Cádiz, una plaza en Irún, etcétera, etcétera, etcétera.
Y no se trata de comparar a Almudena Grandes con Javier Marías –Dios me libre–, sino de resaltar el oportunismo político de arrimarse al sol que más calienta: claro, la Grandes era mujer y de izquierdas, mucho; Marías era un hombre, supuestamente de izquierdas –o sea, de derechas para los puramente izquierdistas–, «pollavieja» –como le tachó alguno en cierto debate– y, repito, un hombre. Un hombre, un escritor libérrimo, incómodo y molesto para el sino de los tiempos, estos siempre tan borreguil y cobarde. Y lo dicho: Javier Marías no tendrá una estación, pero su palabra está muy viva en la mente de sus lectores, que no somos pocos.
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