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«Bohemios que hablaban alemán»: El final de la cultura vienesa a manos de los nazis

Francisco Sosa Wagner publica una notable novela repleta de nombres propios de la vieja cultura vienesa y de la Alemania más artística
El escritor y jurista Francisco Sosa Wagner
El escritor y jurista Francisco Sosa WagnerAlberto R. RoldánLa Razón

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Hubo un tiempo en que un hombre, solo, se enfrentó al sistema político y a la prensa de todo un país, a la evolución tecnológica que el mundo confundió con el progreso, a una Gran Guerra y al avance del nazismo. Ese hombre se llamaba Karl Kraus, y durante muchos años disfrutó del porte del orador cuya voz acalla el resto. Esta figura de una Viena culta y crítica, guardián de la lengua alemana, es una de las referencias de peso en «Bohemios que hablaban alemán», del novelista y en su día parlamentario europeo Francisco Sosa Wagner (Alhucemas, 1946). Su protagonista es Volker Schulze, que gracias a vivir en el seno de una familia de la nobleza austriaca puede degustar los estímulos y placeres de la vida artística, primero de esta Viena donde disfruta de las conferencias de Kraus, que «nos regocijaba leyendo algunos de los aforismos que él ideaba», y luego, de Múnich, donde se instala en el barrio bohemio de Schwabing. Aquí lo veremos entrar en contacto con intelectuales de todo tipo, como el excéntrico poeta Stefan George, en una narración que se irá dirigiendo al momento en que los nazis invadan Polonia. La vieja cultura europea, la que el personaje conoce de primera mano por medio de las operetas de Offenbach o el Burgtheater, se irá deshaciendo a sus ojos, dejando atrás la vida intelectual de los cafés, con artistas como Kandinsky o la escritora Fanny zu Reventlow.
Un delincuente
Volker, así, escribe unas memorias de aquel tiempo, en que se cernieron «los gruñidos descompuestos de un delincuente llamado Adolf Hitler celebrando la invasión de Austria, a la que va a convertir en una provincia de su siniestra Alemania». Un imperio este que va a marcar el trágico devenir de «esta Austria de mis amores y de mis penas», de un país «tan rico, tan alegre» cuyo glorioso pasado evoca, sin sentimentalismo, este observador de la realidad de un lugar que cambió la libertad y el arte por, como dice el narrador, bárbaros con uniformes, esvásticas, botas altas, incultura y sordidez.