La gran purga

Lubianka, la casa estalinista de los horrores

Felipe Hernández Cava y Pablo Auladell publican una novela gráfica que recoge la oscuridad del cuartel general de la policía secreta en 1934

El protagonista del cómic, Volodia Gubin (arriba), junto al fantasma de Félix Dzerzhinsky
El protagonista del cómic, Volodia Gubin (arriba), junto al fantasma de Félix DzerzhinskyHernández Cava y Auladell

«Vivimos sin sentir el país a nuestros pies, nuestras palabras no se escuchan a diez pasos. La más breve de las pláticas gravita, quejosa, al montañés del Kremlin. Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos, y sus palabras como pesados martillos, certeras. Sus bigotes de cucaracha parecen reír y relumbran las cañas de sus botas (...) Toda ejecución es para él un festejo que alegra su amplio pecho de osetio». Son las palabras –en la traducción del escritor cubano José Manuel Prieto– que significaron la desgracia para Ósip Mandelstam. Comparar el bigotillo de Stalin con una cucaracha fue demasiado. El polaco judío apenas les enseñó el poema a sus amigos, pero los oídos del líder supremo eran demasiado grandes como para pasarlo por alto. Nunca se le perdonó el «Epigrama».

Aquella humillación al tirano, pese a toda la poesía con la que la envolvió, bien le valió una citación con el juez de instrucción. Le preguntaron el porqué de la ofensa y él contestó sin inmutarse: «Porque soy antifascista»...

No gustó la cita en la Rusia del 34, pero al que sí le atrajo poderosamente cuando la leyó fue a Felipe Hernández Cava (el «Caín» de nuestro periódico), que recupera la «cucaracha» en la novela gráfica que firma junto a Pablo Auladell, responsable de unos dibujos con el mismo aspecto lúgubre de la época que narran, llamada Lubianka. La noche que no conoce el alba (Norma). «El bicho» aparece esta vez no convertido en bigote estalinista, pero sí en mitad de un cuadro de Stalin, por supuesto, pegadito al mostacho; y si a Mandelstam le costó la vida el juguetear con el símil, a Eugueni Petróvich Gógoliev, también. Su némesis, su verdugo, es el protagonista del cómic, el suboficial Volodia Gubin, responsable de buena parte de las penurias que se viven dentro de Lubianka, el cuartel general de la policía secreta soviética: «Ese edificio que ha quedado en la historia como emblema o síntoma del horror». «Un agujero negro en el que se puede condensar todo el mal, como una casa del terror», continúa Hernández Cava sobre un espacio en el que «más allá de encerrar a la gente, se quebraba a las personas. No solo se destrozaban cuerpos, sino también almas».

Amargura y rencor

En la oscuridad de esos ladrillos y pasillos de hechuras estalinistas se refugia Volodia de su propia mediocridad. Es el exponente del odio y del rencor, «un personaje que nos servía en el contexto revolucionario como esa clase de hombre que saca a relucir toda su amargura y rencor para desquitarse de aquellos que considera mejor que él». La envidia le come al ver los textos de Eugeni –también al mirar a su pareja Alevtina–, quien paga la cuenta por estar llamado a ser «el sustituto de Maiakovski»; además de representar en la novela gráfica a «todos esos idealistas que, desde un estatus acomodado, no vieron con malos ojos la revolución, al menos de primeras, que comenzó siendo permisiva con ellos y terminaron devorados por Saturno». Norma habitual en las revueltas, añade: «Son los primeros en desaparecer porque son personajes incómodos».

Si Hernández Cava deja claro que «ninguno de los protagonistas corresponde a ningún personaje real», el ambiente de la época no tiene excusa ni dudas. Pasean las viñetas por Moscú de la mano de Volodia y de los recuerdos de su autor. Los gigantescos tordos negros se intercalan en las páginas y la memoria propagandística leninista brota en las acotaciones: la sala de lectura de una biblioteca en la que trabajó Lenin, el lugar de la lectura del comunicado sobre la Revolución de Petrogrado o donde se aprobó el plan de electrificación, la habitación en la que Maiakovsky creó un poema...

Ese 1934 escogido en la trama no es fruto de la casualidad. El libro comienza con una fecha, 17 de agosto de ese año, en el discurso de Andréi Zhdánov durante el Primer Congreso de Escritores Soviéticos: «Los éxitos de la literatura soviética están condicionados por los éxitos de la construcción socialista (...) Su crecimiento es la expresión de los éxitos y de las realizaciones de nuestro régimen socialista», dice la viñeta que abre el primer episodio y que se repite con diferentes citas –estas sí son reales– a lo largo de cada capítulo. «Siempre tuve la sensación de que la intervención de Zhdánov suponía un momento de inflexión», señala el autor de una atmósfera soviética que ya ha tocado en otros trabajos y que conoce de primera mano de sus viajes a finales de los ochenta. «Ya habían comenzado las persecuciones contra los autores tildados de burgueses, vanguardistas y alejados de las masas. Y ese discurso marca cómo debía ser la auténtica literatura proletaria. Es un antes y un después que adelanta el momento de las grandes purgas que vendrían a partir del 36». Para Hernández Cava, «cada vez que ha habido un proceso revolucionario, después de momentos de cierta apertura creativa, aparecen nuevas tesis marcando cuáles deben ser los parámetros de una literatura al servicio del pueblo», explica apoyado en las Personas decentes de Leonardo Padura, donde hace referencia a la Cuba de los años sesenta. Aunque «la mitad de Caín» –como se presenta– no solo mira al pasado para referirse a revoluciones: «Eso es especialmente evidente hoy en lo que Félix Ovejero llama “la izquierda reaccionaria”. Al creador se le obliga a tomar partido, se le hace ver que igual que otros estuvieron al servicio de la aristocracia y la Iglesia, él debe estar al servicio del pueblo o de la revolución. Lo que así se consigue es empequeñecer el campo de su creación a fuerza de ser censurado o autocensurado».

A la figura de Zhdánov se suma la de Félix Dzezhinsky como parte de la realidad del cuento, «el duro, el honesto, el puro, el incorruptible, el fundador de este centro del terror», le describe la viñeta en la que aparece como un fantasma que vaga por los pasillos de Lubianka: «Hay que inculcar en todos los ciudadanos la sensación de que pueden ser detenidos y fusilados en cualquier momento y por cualquier motivo», dice el personaje, en boca de «Caín», que ha sido recuperado por Vladímir Vladímirovich Putin en los últimos tiempos.

  • Lubianka. La noche que no conoce el alba (Norma), de F. Hernández Cava y P. Auladell, 148 págs., 23,95 euros.