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Literatura

Mario Vargas Llosa: la forma de la novela

El autor cultivó a un narrador que podía ser invisible, con estructura abierta y una mirada potente

Mario Vargas Llosa
Mario Vargas Llosaalberto r. roldánLa Razón

No resulta fácil escoger, dentro de la obra de Mario Vargas Llosa, una obra que es esencialmente novelística a pesar de haber escrito, el escritor peruano, ensayos y columnas y algunos cuentos, sus novelas más importantes o que constituyan el núcleo de su novelística, aunque una respuesta más o menos apresurada podría resumir su «corpus» en sus tres primeras novelas («La ciudad y los perros», «La casa verde» y «Conversación en La Catedral») y a las que podrían sumarse, de manera arbitraria, «La guerra del fin del mundo», «La tía Julia y el escribidor», «Pantaleón y las visitadoras», «Elogio de la madrastra», «Los cuadernos de don Rigoberto» y «La fiesta del chivo», publicada en 2000 y que sería su última gran novela.

Más allá de todo, no todos los críticos han sido unánimes a la hora de diseccionar la obra novelística de Mario Vargas Llosa y escoger sus mejores obras. Hubo quienes, por ejemplo, intentaron dividirla en bloques, y hubo quienes que, por el contrario, prefirieron analizar el derrotero creativo del escritor peruano según una lógica cronológica, sospechosamente evolutiva, a veces unida a sus vaivenes y sus ideas y sus vueltas con su pensamiento político.

Así, mientras que los primeros dividieron sus novelas en bloques (en uno estarían sus tres primeras novelas, en otro las novelas de corte más bien autobiográfico y humorístico y, en uno más, las novelas marcadas por el tono político y la crítica social, desde la ficción, de las tendencias populistas de América Latina) los segundos hicieron hincapié en su desarrollo creativo como novelista pero también en su deceso, cuya fecha coincide con la publicación de «La guerra del fin del mundo» a comienzos de la década de 1980.

Sea como fuere, lo cierto es que todos han coincidido en una cosa. En que Mario Vargas Llosa, desde su primera novela, «La ciudad y los perros», no sólo cambió el panorama de la novelística latinoamericana, sino hispanoamericana. Porque ningún escritor, y un escritor joven, además, hasta entonces se animado a a combinar, en un género tan afín y a la tradición española como lo es la novela, la tradición realista, francesa, de Flaubert, con la tradición americana, del sur de Estados Unidos, de William Faulkner y su mundo imaginario y alocado.

Aunque tenía sólo veinticuatro años cuando se publicó la novela, Mario Vargas Llosa, en todo caso, ya era un escritor en ciernes. Había dado muestras de su incipiente talento como autor de relatos publicados en periódicos de Perú y había tenido una vida algo furtiva en París, adonde viajado gracias a una beca, y en Madrid, donde también había pasado una temporada antes de regresar a París y escribir, de manera disciplinada, una novela sobre sus años en un liceo militar de Lima y que no sólo lo consagraría como un escritor esencial, sino que, además, con la concesión del Premio Biblioteca Breve en 1962, abriría las puertas de aquello que se conoció como el Boom de la literatura latinoamericana.

¿Por qué? Porque algo, en el fondo, había cambiado. Con «La ciudad y los perros», Vargas Llosa introdujo en la narrativa latinoamericana la presencia de un narrador al estilo de Flaubert, un narrador que, como señaló, «podía ser invisible, desaparecer y ser una visión del mundo con ojos que miraban la escena y que no ejercía ninguna coacción sobre el personaje” y, al mismo tiempo, una estructura abierta, con variados recursos, con voces múltiples que, también, ofrecían una mirada colorida y potente del mundo y de la historia que se pretendía contar.

Una obra monumental

Lejos, sin embargo, de quedarse en fórmulas repetidas, Vargas Llosa redobló la apuesta en su siguiente novela con una trama en la que no sólo confluyen diversas voces, sino además diversas historias que se entrecruzan, se nutren las unas a las otras y se complementan. El resultado fue «La casa verde», publicada en 1966 y que terminó de consagrarlo como un novelista esencial con premios como el Rómulo Gallegos de 1967, el Premio de la Crítica de Narrativa Castellana de ese mismo año y el Premio Nacional de Cultura del Perú.

Tres años después, no obstante, publicó, según todos los críticos, su mejor novela o, en todo caso, como dijo Mario Vargas Llosa más de una vez, la única novela, de todas las que ha escrito, que salvaría del fuego: «Conversación en La Catedral», una obra monumental, insuperable, que recrea la vida en Lima durante el «ochenio» dictatorial del general Manuel A. Odría a través de Zavalita y el zambo Ambrosio, que mientras conversan en un bar llamado La Catedral insuflan de vida una atmósfera social que, poco a poco, se convierte en violencia y frustración.

Pero la década de los años setenta, quizás en coincidencia con sus virajes políticos y el lento declive del viejo Boom, encontró a Vargas Llosa en busca de nuevas formas y de nuevos temas para su obra. Un período en el que el autor peruano se desencantó por cuestiones que tenían que ver más con el juego con los géneros y con un tono humorístico que con sus preocupaciones de la década anterior. «Pantaleón y las visitadoras», publicada en 1973), y «La tía Julia y el escribidor», de 1977, en la que recrea una historia de amor propia con su tía y que terminó a comienzos de 1981 con su sexta novela, «La guerra del fin del mundo», una obra que, a diferencias de la anteriores, no transcurre en el Perú sino en el Brasil.

Sexta novela de Mario Vargas Llosa, en ella recreó literariamente la guerra de Canudos, un hecho histórico ocurrido en 1897 y en el que se movilizaron hacia el nordeste brasileño más de 10.000 soldados, una zona azotada por sequías y plagas, donde los terratenientes han tenido tradicionalmente el poder, en una narración apocalíptica, pues se acerca el cambio de siglo y el posible fin del mundo. La novela desarrolla la narración de este conflicto desde su inicio hasta su dramático fina

Aun así, fuera de esta novela, los años ochenta no serían los más interesantes de Vargas Llosa como novelista porque Vargas Llosa se convierte, más que un escritor de ficción, en un actor político, aunque publica novelas como «Historia de Mayta», «¿Quién mató a Palomino Molero?», «El hablador» y «Elogio de la madrastra», una serie de novelas algo menores y que serían opacadas por la candidatura a la presidencia del Perú en 1990 y en cuyas elecciones fue derrotado.

A partir de entonces, Vargas Llosa, que obtuvo la nacionalidad española, además de ser un escritor político, se convirtió, al recibir el Premio Planeta en 1993 por la novela «Lituma en los Andes», en un escritor arropado también por el mercado y por la academia, pues al año siguiente no sólo fue nombrado miembro de la Real Academia Española, sino que le fue otorgado, además, el Premio Miguel de Cervantes, lo que significó que su obra se tradujera a más de treinta idiomas.

Sea como fuere, lo cierto es que, más allá de «Los cuadernos de don Rigoberto», la última gran novela de Mario Vargas Llosa fue «La fiesta del Chivo», una novela que sigue la línea trazada por novelas como «El señor Presidente» de Miguel Ángel Asturias, «Yo el Supremo» de Augusto Roa Bastos o «El General en su laberinto» de Gabriel García Márquez y que devolvió a Mario Vargas Llosa a la frescura narrativa y estilística y de aquellos años del Boom al dar voz al general Trujillo, amo y señor de la República Dominicana y apodado el Chivo. Una novela impecable y perfecta que, no obstante, resultó ser el canto de cisne del escritor peruano.

Porque a partir de entonces, Mario Vargas Llosa, futuro premio Nobel de Literatura y comidilla de la prensa rosa, sólo publicó novelas menores como «El paraíso en la otra esquina», «Travesuras de la niña mala» o «Cinco esquinas». Novelas que, a pesar de su levedad, no podrán, sin embargo, ocultar la profundidad de sus novelas esenciales, únicas, mayores.