El libro de cabecera

El plato de sopa que salvó a Primo Levi

Un libro relata cómo la compasión de un albañil, Lorenzo Perrone, permitió que sobreviviera el autor de "Si esto es un hombre" en en el campo de exterminio de Auschwitz

Reparto de sopa en Monowitz
Reparto de sopa en MonowitzThe Archive of the State Museum Auschwitz-Birkenau

«Tuve la suerte de no ser deportado a Auschwitz hasta 1944, y después de que el gobierno alemán hubiera decidido, a causa de la escasez creciente de mano de obra, prolongar la media de vida de los prisioneros que iba a eliminar concediéndoles mejoras notables en el tenor de la vida y suspendiendo temporalmente las matanzas dejadas a merced de particulares». Las frases iniciales de «Si esto es un hombre», de Primo Levi, presentan la ironía del individuo que se ha salvado casi por el caprichoso azar. En efecto, Levi tuvo la «suerte» de tardar en llegar al campo de exterminio, por lo que nunca se mostró a los demás como una víctima al uso de las masacres nazis. Pero, entonces, el 11 de abril de 1987, en su piso de la tercera planta de la calle Corso Re Umberto de Turín, donde había nacido sesenta y siete años atrás, Levi se precipitó por el hueco de la escalera.

El propio escritor había apuntado, al recordar el suicidio de su amigo Jean Améry en «Los hundidos y los salvados», que las excusas para matarse, por muy visibles y precisas que sean, siempre aceptan «una interpretación nebulosa». En su caso, tal vez pesaran más las fuertes depresiones que iba padeciendo desde los años setenta que el recuerdo de Auschwitz, o tal vez su desgana por la vida familiar, la rutina de tantos años trabajando en el laboratorio de una fábrica de pinturas, su inseguridad frente a la escritura.

Retrato de Lorenzo Perrone, años cuarenta
Retrato de Lorenzo Perrone, años cuarentaEmma Barberis

En su juventud, Levi se licenció en Química y ya escribía poemas y cuentos. Auschwitz, sin embargo, le hará escritor, e incluso reconoció que sin esa terrible experiencia seguramente no se hubiese lanzado a la creación literaria. En una Italia asolada por la guerra, él eligió combatir en vez de escapar del país, uniéndose a la resistencia, hasta que es atrapado y llevado a Fossoli, de donde salían los trenes camino de Polonia. Fueron cinco días de trayecto, de sed y hambre, de orinar y defecar en un orinal que una madre llevaba para su bebé. La dignidad humana quedaba arrasada; al llegar al campo, se dividiría a la gente en aquellos que podían trabajar y los que no; a estos últimos se les ejecutaba. Primo Levi superó las primeras semanas, las más duras por lo que tenían de adaptación y en las que moría más gente de golpe, y consiguió no desfallecer. Una vez liberado, y repatriado, en 1945, intentaría publicar su libro, pero recibiría seis rechazos, entre ellos, el de Cesare Pavese, que trabajaba en la editorial Einaudi.

Y mientras, el escritor tenía la terrible sensación de haber sobrevivido cuando tantos otros habían muerto, lo que era una vergüenza para él. Pues bien, en parte, esta supervivencia se debió a la ayuda de alguien al que le ha dedicado una investigación el historiador Carlo Greppi, «El hombre que salvó a Primo Levi» (traducción de Lara Cortés Fernández).

Dicho hombre se llamaba Lorenzo Perrone; era un albañil piamontés que vivía frente a la valla de Auschwitz III-Monowitz y que, durante seis meses y a diario, llevó a Levi un plato de sopa con la que aliviar el hambre atroz que se sufría en Auschwitz. Sobre él, en «Si esto es un hombre», Levi escribió: «Creo que es a Lorenzo a quien debo estar vivo hoy». Llegó a tal punto la relación entre ambos, que Perrone llegó a arriesgar su vida por comunicarse con su compatriota, algo que Levi siempre recordó de muchas maneras, incluida la de poner a sus hijos nombres que remitían a su amigo: Lisa Lorenza, nacida en 1948, y Renzo, en 1957.

«Este personaje pobre y turbulento, “casi analfabeto” y taciturno, “era un hombre –escribió también el químico turinés–; su humanidad era pura e incontaminada, se encontraba fuera de este mundo de negación. Gracias a Lorenzo no me olvidé yo mismo de que era un hombre”», dice en el libro. Que relata cómo Perrone estaba colocando ladrillos, subido en un andamio, cuando descubrió al prisionero 174.517, el número que tenía tatuado Levi en el brazo izquierdo. «En un momento dado, Lorenzo le habló en alemán para advertirle de que “quedaba poca argamasa” y ordenarle que les subiera la herrada», pero la debilidad del futuro autor, de veinticuatro años, hizo que el cubo que trataba de transportar se derramara al caer al suelo. Era aquel un día de principios del verano de 1944, y Levi, junto con otros 11.600 trabajadores, realizaba todo tipo de agotadoras tareas para construir la Buna-Werke, la fábrica de productos químicos de aquel campo. «Pero a menudo el trabajo de él, de ellos, se trataba de una actividad “sin objetivo”, un esfuerzo destinado a agotar cualquier fibra vital, hasta provocarles la muerte».

Los traumas por Auschwitz

Otro de los alicientes de la obra es conocer la Italia del primer tercio del siglo XX a través de la vida de Perrone, de origen paupérrimo, y el ascenso del fascismo y de Mussolini; el obrero atravesó clandestinamente Francia y la empresa G. Beotti lo incluyó entre sus empleados de Auschwitz en colaboración con la Interessen-Ge-meinschaft Farbenindustrie AG. «Sin embargo, es prácticamente seguro que no tenía ni idea de adónde se dirigía: su destino era Auschwitz III, que en los documentos industriales figura como “Auschwitz”, a secas, y que en un principio se concibió como un satélite de Auschwitz I y del inmenso Auschwitz II, también conocido como Birkenau», refiere Greppi. Asimismo, también se habla de otro amigo de Levi, Alberto Dalla Volta, «que era la alegría misma de vivir». Ambos perdieron peso debido a la insuficiente cantidad de alimentos que ingerían, pero la sopa de Lorenzo, con unas 400-500 calorías de más, «les dio una energía inesperada», y a veces se acompañaba de una rebanada de pan.

Primo Levi con su hijo Renzo en una fotografía de 1959
Primo Levi con su hijo Renzo en una fotografía de 1959Archivo Primo Levi

Estamos ante un héroe impresionante, como cuenta Greppi apoyándose en los textos del propio Levi: «Con el tiempo, Lorenzo, que, por lo que sabemos, hizo caso omiso de los terribles peligros a los que se exponía, perfeccionó el arte de apañárselas para ayudar a los demás y empezó a llevarse “directamente de la cocina de su campo cuanto sobraba en las grandes marmitas; pero, para conseguirlo, debía ir a la cocina a escondidas, cuando todos dormían, a las tres de la madrugada”». Levi, en una entrevista, recordaría a su salvador como un hombre que apenas hablaba y que se limitaba a darle comida con extrema discreción y sin esperar agradecimiento alguno.

Así, todo en este libro constituye una historia de supervivencia, azar benefactor y amistad imperecedera. De hecho, se consiguió localizar la correspondencia que Lorenzo envió a Levi, una noticia que sorprendió a Greppi en 2022. Se sabe que el escritor trató de ayudar a Lorenzo con algo de dinero y ropa cuando este estaba en la recta final de su vida, demacrado, enfermo de tuberculosis, alcoholizado y «traumatizado por lo que había visto allí, en Auschwitz» (murió en 1952). Al publicar «Si esto es un hombre», Levi le llevó un ejemplar, pero Lorenzo, que fue un hombre iletrado casi por completo, tal vez no lo llegara a leer nunca, perdiéndose con ello verse convertido en un personaje inmortal dentro de la literatura más importante alrededor del Holocausto.

Lo mejor: La crítica a los Aliados, «que no se preocupaban por liberar a los presos de la condena del gas»

Lo peor: No cabe reprochar nada a este trabajo que mezcla rigor histórico y emoción fraterna