Luis Ángel López Castro, «el ángel de los libros»
La cultura es una de las víctimas anónimas de la guerra. Las ideas prenden en la imaginación de la gente y la gente prende a los libros, que siempre es un combustible idóneo para iniciar una hogueras y aniquilar física o intelectualmente al adversario por lo que muchos han llamado la purificación del fuego. Durante la Guerra Civil española, en las trincheras que se abrieron en el frente de la Ciudad Universitaria, los libros se usaron como sacos terreros, porque los suministros iban diezmados y las ideas que barajaban los exaltados venían de Europa y se trataban como objetos de importación. Aquí los latines, como bien demostró Valle-Inclán en esa orfebrería literaria que es «Divinas palabras», era una cosa de sacerdotes. Y, a veces, ni eso. Cuando los brigadistas internacionales, muchos de ellos hombres de letras, aparte de hombres de armas, tomaron la pirómana determinación de emplear la letra impresa como valuarte defensivo, una porción sobresaliente de nuestro patrimonio cultural quedó expuesta a las balas y los obuses. Una tesitura que puso en primera línea, metafórica y real, a Luis Ángel López Castro, bautizado por Margarita Valero, que ha homenajeado su figura, como «El ángel de los libros». Este personaje, hoy prácticamente desconocido, conserje de tecera categoría de la Facultad de Filosofía y Letras de la Complutense, poseía una sensibilidad particular para los libros. Su alma venía embridada por una propensión hacia la lectura y el conocimiento en una época en que las letras aún no se brindaba a todos los ciudadanos.
En las trincheras
Corre el rumor, o a lo mejor es ya leyenda, sobre la fascinación que sentía ante las obras emblemáticas y los atesoramientos bibligoráficos de la biblioteca de la Universidad Complutense. Esta colección se conservaba en la sede central, pero se determinó llevar parte de ellos a la Facultad de Filosofía y Letras, que, en principio, presentaba mejores condiciones para su conservación. Por ironías del destino, a pocos metros de sus muros se estabilizó uno de los frentes de la contienda. Durante 1936, 1937 y 1938 se acometieron varias misiones de rescate para recuperar parte de los libros. Luis Ángel López Castro excedió ese arriesgado voluntariado y pasó muchos días en el fondo de las zanjas, esquivando la puntería de los tiradores y las bombas de los morteros. Aunque no existe ninguna confirmación documental o un testimonio que lo verifique, muchos dan por sentado, y a otros les gusta pensar, que fue él el hombre que recogió de una ventana el manuscrito con la signatura BH MSS 22, la «Biblia» que encargó Cisneros en Venecia. Luis Ángel López Castro, al inicio del enfrentamiento entró en Cultura Popular, una organización dedicada repartir libros entre los soldados y de la que llegó a ser su presidente. En este trienio infausto, donde tanto se perdió en lo material y en lo humano él salvó infinidad de documentos y textos que la suerte o el infortunio había arrojado al peor de los destinos imaginables. Que López Castro, de convicciones republicanas, se hubiera jugado el resuello por salvar un texto religioso, supone para Felipe G. Hernández y Carlos Martins un «ejemplo de la convivencia» y de la defensa de un «patrimonio común de todos nosotros», un mensaje muy apropiado en estos tiempos navideños y en una época en que la idea de reconciliación no disfruta justamente de mucho predicamento entre algunos sectores.
Margarita Valero, una compañera de su misma categoría profesional que ha reivindicado su figura, ha resaltado el valor que demostró en la guerra, aunque nadie se lo agradeció. Muchos creyeron que había sido fusilado (una idea difundida por una confusión de nombres), pero, en realidad, llevó una vida discreta como frutero. Jamás habló durante la dictadura de lo que había hecho en el pasado, quizá por temor a padecer alguna represión por su vinculación con Cultura Popular. El anonimato se convirtió en su injusto castigo por salvar libros.