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Papel

Malévich, la revolución la hicimos nosotros

Se trata de un gigante de estatura humana que recorrió el circuito de la pintura con el fórmula uno de su ingenio.

Mapfre trae las vanguardias rusas a Madrid en una exposición que descubre a grandes pintores, muchos de ellos mujeres, y muestra clásicos como estas obras emblemáticas de Malévich / Foto: Gonzalo Pérez
Mapfre trae las vanguardias rusas a Madrid en una exposición que descubre a grandes pintores, muchos de ellos mujeres, y muestra clásicos como estas obras emblemáticas de Malévich / Foto: Gonzalo Pérezlarazon

Se trata de un gigante de estatura humana que recorrió el circuito de la pintura con el fórmula uno de su ingenio.

Después de tanta utopía, resulta que la verdadera revolución fue el arte. Se persiguió el paraíso socialista con un apostolado de palabras que para lo único que sirvió fue para ornar aún más ese damasquinado que fue la osamenta totalitaria de los Lenin, los Stalin y demás familia política. De aquella eugenesia social en que devino la URSS solo han quedado los cementerios de los gulag, y el infausto recuerdo de los fusilamientos y las hambrunas. Al final, lo innovador, como suele suceder siempre, no proviene de la imaginería política, sino de la imaginación creadora, y fueron los artistas los verdaderos rupturistas.

Los pintores, sobre todo ellos, quisieron superar la artereosclerosis artística de aquella Rusia de Nicolás II, reducida a la trigonomía del academicismo y la tradición, que, en el fondo, y sin él, son las banderas de cualquier claudicación intelectual. Sobrevino así un bolchevismo sin adscripciones políticas. Unos nuevos tártaros dispuestos a convertir los pinceles en la cimitarra de su tiempo. «Como dijo Malraux, el arte dejó de seruna sumisión para ser una conquista», tal como recuerda Jean-Louis Prat, el comisario de una exposición ineludible, «De Chagall a Malévich», que cuenta todo el relato de esta épica pictórica en la Fundación Mapfre de Madrid.

La aventura de estos orífices de la tela que encontraron la transgresión en esa radicalización expresiva que suponía llevar el cubismo, el fauvismo, el futurismo y otros ismos hasta el horizonte de las últimas consecuencias, trajo al mundo del arte el mayor portazo en muchos siglos. Chagall asumió todo lo trascendente del impresionismo, el expresionismo y demás, contaminándolo con su herencia cultural, un mestizaje entre el judaísmo y la cultura rusa que devino en un estilo particular, algo inexportable o imposible de perpetuar o replicar a través de ninguna escuela.

Junto a él latía el corazón enfebrecido de un irreverente, de un tipo con el ceñudo semblante de los que se proponen escalar el Everest sin cuerdas ni pies de gato. Este Odiseo de la paleta fue Malévich, un gigante de estatura humana que recorrió el circuito de la pintura con el fórmula uno de su ingenio. Él alcanzó las costas de la abstracción con la intención de demoler el pasado, de levantar sobre la ruinas de sus logros un continente a la justa medida de sus ambiciones, que eran liquidadoras y vitalísimas, y que aspiraban a la Justicia, a un orbe construido de equidades.

Su «Cuadrado negro» supuso la liquidación de unos principios que procedían del Renacimiento y que asomaban al ingenio humano a un precipio de posibilidades, un abismo ante el cual varias legiones retrocedieron. Lo que sucedió es que el mayor enemigo de la Revolución fue, paradojicamente, la libertad, y eso de que los artistas caminaran a su aire, como que sentaba mal a esos libertadores del Kremlin, que, después de tanta verbosidad, sus mentes no daban más que para el realismo y la figuración.