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El boicot a La Vuelta / La batalla cultural
Sánchez anunció su boicot a Israel lamentando no tener bombas nucleares. No obstante, la izquierda tiene otras armas que maneja con destreza y en las que tiene una gran maestría. Se trata del repertorio de acción colectiva de la batalla cultural. Sus teóricos aseguran que generando noticias, como impedir el desarrollo de la Vuelta, acampar en un campus universitario, o estropear la actuación del representante de Israel en Eurovisión o los Juegos Olímpicos, consiguen que la opinión pública se convenza de la gravedad de una situación con tal fuerza que obligue al cambio. La idea es dar la sensación de que «el pueblo» castiga lo que los gobiernos no se atreven a hacer. Con este plan los «activistas» se dedican a idear y perpetrar todo tipo de actos, especialmente ilegales y violentos que llamen la atención de los medios. Si la Vuelta fuera a puerta cerrada, sin prensa, no habría aparecido ni una bandera palestina.
Este activismo, en el que hay auténticos profesionales que viven de él, se inició en Estados Unidos en la década de 1960, en el movimiento por los derechos civiles. El modelo se ha utilizado para cualquier causa que necesite la izquierda, desde la tala de un árbol a una guerra, pero no cualquier guerra, sino una que simbolice el enfrentamiento contra el capitalismo o el colonialismo. No les interesan los conflictos sangrientos en el Congo, Sudán o Yemen, o el pisoteo de los derechos humanos en Myanmar, Afganistán o Venezuela.
Los mundos del espectáculo y de la universidad son claves para llegar a la gente
Si la acción colectiva necesita impacto, es lógico que sus campos de acción sean el mundo del espectáculo y la universidad. No hay país de Occidente sin manifiestos de artistas firmando contra algo o alguien, con la correspondiente foto de personajes cariacontecidos, ni tampoco campus universitarios con profesores «comprometidos» que movilizan a los incautos. La tercera punta del triángulo son los periodistas, y la cuarta, los políticos de izquierdas. Tenemos así el cuarteto perfecto para el boicot, más conocido ahora como «cancelación cultural», formado por los artistas, el mundo universitario, el periodístico y el político. La conexión es perfecta: unos generan noticias, otros las difunden, y los cuatro usan el mismo lenguaje. El resultado es una opinión pública que usa esas palabras difundidas para explicar un acontecimiento o una situación de una única manera.
En este manejo de la propaganda digno de Goebbels no importa mentir, tergiversar, exagerar y repetir mil veces, siempre que se obtenga el fin deseado. Quizá lo más chocante de un activismo que distorsiona la lógica sea ver banderas de Palestina en la Marcha del Orgullo cuando en esa tierra la homosexualidad está perseguida.
La última ola del activismo contra Israel comenzó cuando las víctimas del ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre de 2023 aún estaban calientes. El 19 de ese mes, Ernest Urtasun y Sira Rego, ahora ministros de Sánchez, se negaron como eurodiputados a condenar los atentados. Al tiempo que los políticos progresistas disimulaban en la equidistancia y el buenismo, los medios de izquierdas en todo el mundo sugerían que los ataques eran la respuesta lógica a la existencia de Israel. Muy pronto, los campus universitarios se activaron con violencia: acampadas, boicots y agresiones en centros como Columbia, Harvard y Michigan. En España comenzaron en mayo de 2024, aunque con menos intensidad. Si había violencia, mejor, porque llamaba más la atención. Por eso se buscó el enfrentamiento con la política en Estados Unidos, y hubo más de 2.000 detenidos.
El antisemitismo se disparó entonces. No se distinguía la crítica al gobierno Netanyahu del Estado de Israel o del judaísmo, ni los distintos tipos de sionismo. Todo era igualmente condenable y digno de agresión, ya fuera un cantante, un equipo ciclista o una empresa. Yolanda Díaz, vicepresidenta de nuestro gobierno, repetía la consigna de Hamás diciendo que había que echar a Israel «desde el río hasta el mar». Pedro Sánchez era felicitado por la misma banda terrorista palestina. Incluso algunos católicos publicaban columnas hablando de la «maldad» histórica del pueblo judío, mezclando la muerte de Cristo con la masonería y el comunismo como si estuviéramos en la Europa que creía en los «Protocolos de los Sabios de Sion».
Renació entonces el movimiento BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones), fundado en 2005 y que vive de subvenciones oficiales europeas a las ONG, y que defiende anular todos los vínculos económicos, políticos y académicos con Israel. Su argumento es que el boicot cultural funcionó con el apartheid en Sudáfrica –cuando no tiene nada que ver–, y que se ha hecho con Rusia, a pesar de que no es cierto porque las relaciones económicas continúan y Putin no ha detenido su ataque a Ucrania.
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