María Jiménez: «Si me escuchas una copla, te limpio el suelo»
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Cuando María Jiménez era una niña, espabiladísima y desinhibida, les decía a sus vecinas viejas del barrio de Triana, en Sevilla: «Si me escuchas una copla, te limpio el suelo». Esa frase describe una vida con mayor precisión que cualquier biografía. Ha muerto una de las cantantes más auténticas y libres que ha habido en nuestro país. Una revolucionaria que cantaba la copla por rumbas, bulerías y tangos cuando eso era un sacrilegio. En la tempestuosa España de los setenta, esa que estaba llamada a cambiar pero se resistía a hacerlo con la obstinación de un niño enrabietado, María Jiménez fue un volcán. Pero lo fue de verdad, absolutamente, no es ninguna hipérbole ni un lugar común ni un piropo obligado tras la caída definitiva del telón. Cantaba con todo el cuerpo –«con el coño», escribió el poeta y periodista José-Miguel Ullán– en los tablaos de la época, como Las Brujas, donde se hacía llamar la Pipa, alias que le adjudicó el maestro de periodistas Emilio Romero. María le ponía a lo que hacía una temperatura carnal inédita, una furia nueva, le asomaba el sexo entero a la mirada y a aquella boca de fresa, generosísima, mordiente y mordible. Fue la Bambino hembra. Todo un desafío (y un regalo) para esos aún timoratos años.
En 1978 vio la luz el disco «María Jiménez», que incluía una canción que la iba a llevar a la gloria: «Se acabó», insólito grito contra el maltrato machista con el que ascendió cual cohete a la cúspide de las listas de éxitos tanto en España como en México. Ya en la década siguiente, la de los ochenta, mientras el país en general y Madrid en particular se desmelenaban con aquella explosión de libertad también conocida como Movida, fue una figura de enorme popularidad, habitual de las televisiones y el papel cuché, y una artista de grandes ventas. También trabajó en cine.
En los noventa se retiró de los escenarios y se centró en la televisión –«Hostal Royal Manzanares», «Todos los hombres sois iguales»–, pero a comienzos del 2000 llegó su resurrección musical: cantó primero en «La lista de la compra», canción de La Cabra Mecánica, el grupo creado por Lichis, y la gente se volvió loca. Un año más tarde publicó «Donde más duele (canta por Sabina)», un disco con versiones flamencas, personalísimas, de clásicos de Joaquín Sabina del que se vendieron más de medio millón de copias. Nadie podía cantar las letras de Sabina, que interpretó con ella el tema «Con dos camas vacías» y la acompañó en su presentación a los medios, con más sentimiento y dolor y verdad que ella, que agigantó cada pieza, si cabe, con la ronquera de sus ovarios.
A aquel trabajo le siguió «De María… a María… con sus dolores!», una colección de canciones de grandes autores de distintas épocas y estilos, como Rafael de León, Vasco Rossi y Manuel Alejandro, y del que declaró: «Cada canción ha sido un polvo, por su magia. He conseguido restaurar mi dignidad». Este salió en plena epidemia de piratería, cuando la industria del disco se desangraba sin remedio, y ella le pidió a la compañía que publicase el cedé acompañado de otro virgen para que la gente pudiera grabarse una copia, y en el que se leía: «Cópiame, pero no me violes». Esa nueva etapa de éxito la llevó a participar en distintos programas en Canal Sur, como el concurso «Se llama copla», en donde ejerció de jurado.
La gran tragedia de su vida fue la muerte de su hija María del Rocío, en la madrugada del 7 al 8 de enero de 1985, con sólo 16 años, en un accidente de coche. De aquello salió porque había que seguir viviendo, por pura inercia, pero no lo hizo ilesa: aquella herida jamás cerró. Quien le ayudó a mantenerse a flote fue el hombre con el que más tiempo estuvo, más de dos décadas, el actor Pepe Sancho, con el cual tuvo un hijo. Pero las continuas infidelidades y escapadas de él zanjaron aquel matrimonio de muy mala manera. Ella se despachó a gusto en su libro de memorias «Calla, canalla». Llegó a afirmar: «Mi marido no me ha querido nunca. Me he sentido muy usada, muy utilizada».
Ha muerto una mujer que fue muchas cosas –ella se definió como «aventurera, Alicia en el País de las Maravillas»–, pero, sobre todo, una: valiente. En una de las varias entrevistas que le hice, y en las que siempre me encontré con una catarata verbal que, a pesar de los garrotazos que le arreó la vida, conservaba un entusiasmo casi infantil, me regaló otra frase para el recuerdo: «Yo voy a imponer nada más que mi sentimiento». Ojalá todas las dictaduras fueran tan dulces, tan inocuas y tan hermosas como esa.