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Cine
La mayor locura de Jennifer Lawrence
La carismática actriz se entrega sin concesiones a una de sus interpretaciones más viscerales y kamikazes junto a Robert Pattinson en el nuevo trabajo de Lynne Ramsay: la volcánica adaptación de la novela "Matate, amor"

Sólo en la suspensión momentánea de la verticalidad, son capaces de percibirse como iguales: sólo en esa poética escena en la que ambos gatean sigilosos entre la hierba de un campo infinito y se huelen y se reconocen y se inflaman y se desean y se retan y se equilibran, son capaces de volver a elegirse. La pareja protagonista del último, indómito y errático trabajo de la cineasta Lynne Ramsay, que ya exploró de manera sobresaliente la vulnerabilidad de los animales -quien dice animales, se refiere a personas- heridos con "En realidad, nunca estuviste aquí", "Die my love", parece vagar durante todo el metraje por un infinito camino de cristales del que ninguno de los dos quiere o puede desviarse a pesar de la profundidad de los cortes que decoran las plantas de sus pies.
Hay muchas cosas que desconocemos del por qué de la toxicidad del vínculo en este matrimonio joven de padres primerizos formado por Robert Pattinson y una visceral Jennifer Lawrence (cuyas aristas del personaje y entrega interpretativa recuerda irremediablemente a la ofrecida en "Madre!", la cinta de Aronofsky) que deciden comenzar una nueva vida alejada del bullicio urbanita de Nueva York trasladando su residencia a una casa heredada de la familia de él en el campo.

Hay en la configuración de ese aislamiento progresivo con el espesor de los árboles agitados por el viento como único testigo y en la consecuente germinación de pájaros negros en el pensamiento, de nacimientos de impulsos violentos en el retrato de la locura femenina, de circunferencias alrededor de las sombras, algunas partes que recuerdan a "Un amor" de Sara Mesa y otras relacionadas con la maternidad y la depresión posterior sobrevenida por parte de Grace (Lawrence) que remiten de manera indiscutible a los sentimientos que generaba esa madre psicológicamente desbordada de "Salve María" (con una extraordinaria Laura Weissmahr). Ambas son figuras incómodas, irritantes, amenazantes, impredecibles, particularmente inestables, desagradables, inoportunas, silenciosamente violentas, mujeres saturadas, ahogadas, necesitadas una fuga, de un pequeño agujero sólo presente en las costuras del arrebato animal, que les permita seguir respirando.
El bosque de la maternidad
En los fragmentos iniciales de la estimulante novela escrita por la autora argentina Ariana Harwicz en la que se basa la película de Ramsay, "Matate amor" (mucho más sugerente esa ausencia correcta de tilde que la literalidad del «muere» de la traducción al inglés), la descripción que se lleva a cabo de esta mencionada sensación concreta desarrollada por la protagonista resulta, al igual que en la cinta, de lo más predictiva: hay una advertencia de peligro constante en el ambiente que se va inoculando con el desacelerado ritmo de un humo fantasmagórico. "Me recliné sobre la hierba entre árboles caídos y el sol que calienta la palma de mi mano me dio la impresión de llevar un cuchillo con el que iba a desangrarme de un corte ágil en la yugular. Detrás, en el decorado de una casa entre decadente y familiar, podía sentir las voces de mi hijo y de mi marido. ¿Cómo es que yo, una mujer débil y enfermiza que sueña con un cuchillo en la mano, era la madre y la esposa de esos dos individuos? ¿Qué iba a hacer? Escondí el cuerpo adentrándome en la tierra. No iba a matarlos", escribe Harwicz.

Lawrence, que aquí es esa mujer que sueña con cuchillos, esa escritora que no escribe, esa amante que no ama sino que simplemente desea, esa madre que huye, esa niña que no termina de crecer, esa presencia espectral inquietante cuya fisicalidad volátil, cuyo sentido del tacto, se proyecta siempre como algo predictivamente destructivo, como si todo lo que toca fuera segundos después a romperse o lo tocase de manera exclusiva con ese propósito, señalaba en la rueda de Prensa concedida en el marco de la última edición del Festival de San Sebastián -donde además de presentar la película que hoy llega a las salas españolas, se convertía en la actriz más joven de la historia del certamen en alzarse con el Premio Donostia- que "el proceso con Lynne fue fantástico, un sueño casi diría. Es una excelente artista. He sido fan de ella durante muchos años y desde el principio se estableció un debate acerca del lugar desde dónde construir esta historia. Lo hemos hecho desde el diálogo y desde la emoción, no desde la parte técnica y creo que eso es algo que se aprecia".
Otro de los conceptos metafóricos presentes tanto en la película como en la novela que la actriz quiso subrayar durante su paso por Donosti fue el de la maternidad entendida como un tránsito entre las ramas. "Cuando eres madre cambia todo, cambia quién eres, cambia tu día a día. Afortunadamente, tuve un postparto excelente con mi primer hijo, pero con el segundo fue más difícil todo y la verdad es que vista ahora la película, de manera retrospectiva, siento que Lynne lo clavó. Yo también atravesé un bosque", reconoció entonces sobre el poder de la simbología que encierra el retrato cinematográfico de la complejidad, la contradicción y la bastedad conceptual de la maternidad. Y de repente suenan los acordes countries de "In Spite of Ourselves" del mítico John Prine, "a pesar de nosotros, terminaremos sentándonos sobre el arcoiris, contra todo pronóstico, cariño, somos el premio gordo. Lo daremos todo aunque salgamos perdiendo", y por primera vez en toda la película la música no parece estar más alta de lo debido, sino exactamente al mismo volumen que los latidos de los protagonistas. Segundos antes, eso sí, de que todo explote. De que todo arda.
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