Medio siglo sin Magritte, el genio del surrealismo belga
El próximo martes se cumplirán 50 años de la muerte de Magritte, icono del surrealismo belga, que cuestionó la relación entre objetos y palabras
El próximo martes se cumplirán 50 años de la muerte de Magritte, icono del surrealismo belga, que cuestionó la relación entre objetos y palabras.
El próximo martes se cumplirán 50 años de la muerte de Magritte, icono del surrealismo belga, que cuestionó la relación entre objetos y palabras y cuya impronta sigue hoy «más viva que nunca» según explicó a Efe el director del museo dedicado al artista, Michel Draguet.
Muchos ven en René Magritte (Lessines, 1988 - Bruselas, 1967) el símbolo de un país que incluso los propios belgas califican de surrealista, de la «belgitude» (»la actitud belga»), aunque su legado cobra un sentido global en un mundo cargado de contradicciones.
«La principal lección de Magritte es la necesidad de cuestionarse las cosas, la libertad para reinterpretar permanentemente la realidad, y eso es algo esencial y más aún en nuestros días», sostiene Draguet, sumergido en la organización de una gran exposición sobre el artista que se inaugurará el próximo 13 de octubre.
Una muestra que indagará en su diálogo con Marcel Broodthaers, poeta, cineasta y artista conceptual belga que influyó enormemente sus creaciones y su manera de representar los objetos.
La obra de Magritte estuvo en constante diálogo con otros artistas, entre ellos Miró, que con su pintura-poema «Este es el color de mis sueños» (1925) inspiró una de las series más reconocibles del artista: «La traición de las imágenes» (1928-1929), con las que introduce su idea de deconstrucción del lenguaje, trampantojos y filosofía en sus cuadros.
En esta serie se incluye su famosa pipa de tabaco acompañada de la frase «Esto no es una pipa» (»Ceci@n’est pas une pipe»), que desafía la relación entre palabra y objeto, un tema presente en toda su obra.
Unas creaciones que influirían más tarde al filósofo Michel Foucault, quien retomó ese tema en «Les Mots et les Choses» (1967), el libro que le consagró como intelectual en Francia y con quien Magritte entabló una gran amistad.
A esa famosa pipa se suman las suelas de zapato convertidas en pies, nubes blancas en paisajes nocturnos, hombres escondidos por manzanas verdes y palomas blancas o bombines sin cabeza.
«Magritte es un hombre que quiso hacer poesía con otros medios que no fueran las palabras, con una correlación entre palabra e imagen, de la que nacen objetos que crean su propia identidad, como el bombín o la manzana», apunta Draguet.
En su vida personal, Magritte tuvo unos inicios difíciles: su adolescencia estuvo marcada por el suicidio de su madre, que se arrojó al río Sambre cuando tenía catorce años; con quince años conoció a Georgette Berger, con quien se casó y fue su única musa.
El artista siempre negó cualquier dimensión biográfica en su obra, aunque las alusiones al trauma de la muerte de su madre o a su propia personalidad enigmática son claras.
Después de una primera etapa impresionista, que retomaría más tarde en los años cuarenta, Magritte se acerca al surrealismo gracias a su amistad con su fundador, André Breton, y descubre después a Dalí, un artista que le «irritó y le fascinó» a partes iguales durante un viaje a Cadaqués en 1929, en el que también estuvo Paul Éluard.
«Magritte se quedó irritado por el personaje de Dalí, por su lado barroco, que no responde a esa negación de sí mismo que se ve en Magritte. Pero al mismo tiempo fascinado por el sentido de la realidad mimética que da a las imágenes, que le llevará a trabajar en ese sentido», subraya Draguet.
El experto también destaca cómo Magritte influyó a Dalí en una serie de temas, como refleja la «Jirafa en llamas» (1937) del artista catalán, inspirada en obras previas del belga, una relación que será objeto de otra exposición en el museo dedicado al pintor belga en Bruselas en 2019.
Magritte logró un gran reconocimiento a su obra en sus últimos años de carrera, sobre todo en Estados Unidos, que suscitó las críticas de algunos de sus compañeros surrealistas, que consideraban que había traicionado la causa del movimiento por su producción en serie y por encargo.
Poco antes de su muerte, fruto de un cáncer de pulmón, le encargaron una serie de esculturas inspiradas en sus obras, pero solo tuvo tiempo de hacer los moldes.
Además de contar con un museo propio, que alberga más de doscientas obras, sus cuadros están en centros de arte como el Moma de Nueva York (»El asesino amenazado», 1926) o el Thyssen de Madrid (»La llave de los campos», 1936). EFE