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Memorias de Roman Polasnki: «No me arrepiento de nada de lo que ha ocurrido en el camino»

El cineasta recapitula en el epílogo de sus «Memorias», reeditadas ahora por Malpaso y de las que ofrecemos un extracto, su paso por la cárcel acusado de violación y la presión mediática a la que estuvo expuesto.
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El cineasta recapitula en el epílogo de sus «Memorias», reeditadas ahora por Malpaso y de las que ofrecemos un extracto, su paso por la cárcel acusado de violación y la presión mediática a la que estuvo expuesto.
Me maravillan el optimismo y la ingenuidad que parecen destilar hoy los últimos párrafos de mis memorias.
No es solo el planeta lo que ha cambiado hasta extremos irreconocibles: también el narrador es una persona muy distinta, como si quien acaba de contar mi historia fuera no ya otra persona, sino alguien a quien apenas conocía. Teniendo en cuenta simplemente la muerte y renovación celular, supongo que debo concluir que no soy el mismo hombre que entonces, y, sin embargo, también se han dado en mí cambios intelectuales y emocionales nada desdeñables. El más evidente, en mi opinión, es que la línea entre fantasía y realidad ya no resulta, en absoluto, tan borrosa como antes; quizá porque hoy prefiero mi realidad.
Lo que ha cambiado mi punto de vista y mi modo de pensar, sentir y actuar muy por encima de todo es que he dejado de estar solo para formar parte de una familia. Ya no soy uno, sino muchos. Estando aún esta autobiografía en la imprenta, mi director de reparto, Dominique Besnehard, me presentó a Emmanuelle Seigner. Dudo que haya hecho nunca mejor su trabajo. Hoy, Emmanuelle y yo seguimos felizmente casados y tenemos una hija y un hijo. Desde que nació la primera, he hallado un gran placer en cambiar pañales, hacer depender mi calendario de las vacaciones escolares y vivir –hasta extremos que escandalizarían a muchos– una existencia cotidiana normal, opuesta a aquella sobre la que escribí hace más de tres décadas. He hecho varias incursiones en el teatro y en la ópera y he llevado puesto el uniforme de la Academia de las Bellas Artes de Francia, con frac y espada y todo; pero nunca he dejado de ejercer mi oficio. He hecho más de una docena de películas, cuatro de ellas con Emmanuelle, si bien la más personal de todas, la única, en realidad, en la que he llevado a la pantalla hechos de los que he sido testigo y que he descrito en este libro, es «El pianista», que me valió la Palma de Oro de Cannes, un Oscar y otra cincuentena de premios más. Aun así, nada de ello es comparable a cierta experiencia maravillosa que, por manido que pueda parecer el lugar común, pone patas arriba la vida de cualquier hombre y lo transforma en alguien diferente por entero: los hijos. Mis últimos treinta años, en resumidas cuentas, han seguido un curso infinitamente menos caótico y sinuoso que los cincuenta que los precedieron.
Eso sí: tan recto no ha sido el camino.
La noche del 26 de septiembre de 2009, en virtud de una orden de búsqueda y captura expedida por las autoridades californianas, me arrestó la policía suiza al llegar al aeropuerto de Zúrich, adonde había acudido invitado por el Festival de Cine de la ciudad a fin de recibir un reconocimiento a toda mi trayectoria. Pasé más de dos meses en prisión antes de que me trasladasen, previo pago de una fianza, a mi chalé de Gstaad, bajo arresto domiciliario y con un dispositivo de vigilancia electrónica.
En consecuencia, volvieron a desdibujarse para mí los confines de la realidad, aunque esta vez sin intervención alguna de mi imaginación. Recordé lo que me había dicho en Chino un compañero de prisión que quizá trataba de consolarme: «Ya verás: la próxima vez no lo pasarás tan mal». Aunque la calma de la cárcel suiza de Winterthur no tenía nada que ver con el ruido y la violencia que imperaban en la de Chino, la angustia de la reclusión fue idéntica. Su director, Peter Zimmermann, incómodo a todas luces con la situación, trató de hacer más tolerable mi estancia y hasta me permitió completar el montaje de mi última película, «El escritor», siempre con arreglo a los estatutos del centro. Así, pude revisar en un ordenador diminuto los DVD que me envió mi montador, Hervé de Luze, y a continuación confié las notas pertinentes a mi abogado suizo, Lorenz Erni, para que se las entregara a la policía y, una vez inspeccionadas, se las remitiese a Hervé. Solo entonces autorizaron a este último a reunirse conmigo para que pudiésemos trabajar juntos, en una sala en la que los presos podían ganarse cierto dinero para sus gastos pelando cebollas. Los periodistas no dudaron en examinar los cubos de basura que contenían el producto de sus afanes en busca de alguna primicia.
Sin embargo, ya en la cárcel, ya durante los siete meses que pasé en Gstaad, sometido por la prensa a un asedio grotesco (cierto reportero llegó a disfrazarse de Papá Noel para intentar abrir una brecha en nuestras defensas), lo que más me preocupaba no era la película ni tampoco mi situación personal, sino el efecto terrible que iba a tener todo aquello en mi familia. Por suerte, pude observar —con una inmensa admiración— no solo la fortaleza y la dignidad, sino también la extraordinaria habilidad diplomática con la que manejaba Emmanuelle una situación para la que nada de cuanto había vivido podía haberla preparado. Además del consuelo que me prodigaba a diario, su constancia y su determinación tuvieron un efecto tranquilizador no ya en mí, sino, sobre todo, en nuestros hijos. Hasta el 12 de julio de 2010 no se me permitió dejar aquella residencia convertida en cárcel.
(...)
En el momento de mi detención, las autoridades judiciales suizas habían pedido a las estadounidenses el expediente relativo a la causa, y en particular el testimonio de Gunson. Al ver que la oficina del fiscal de distrito del condado de Los Ángeles se negaba a hacer tal cosa, rechazaron la solicitud y me pusieron en libertad. En ese momento creí que podía volver a respirar tranquilo.
Sin embargo, aquel asunto aún tendría que atormentarme de nuevo. A finales del mes de octubre de 2014 viajé a Varsovia en respuesta a la invitación de las autoridades de Polonia a asistir a la inauguración del Museo de Historia de los Judíos Polacos. Al saber de aquella visita, que se había anunciado a los cuatro vientos, la fiscalía del distrito del condado de Los Ángeles no dudó en solicitar de nuevo mi extradición. Esta vez, aunque pude moverme sin restricciones, hube de soportar un año entero de trámites durante el cual mis abogados proporcionaron al tribunal provincial de Cracovia, que entendía en dicha causa, una serie de documentos destinados a desacreditar la petición californiana. Entre ellos destacaba una declaración reciente de Allan Parachini, antiguo portavoz del tribunal del condado de Los Ángeles, que revelaba, por ejemplo, que, al rechazar la solicitud de un fallo in absentia, el juez Espinoza no hacía sino cumplir las órdenes, de todo punto ilegales, que le habían dado sus superiores para que rechazase por adelantado cualquier disposición así; que los magistrados de California desdeñaban abiertamente al juez que presidía las deliberaciones del tribunal de apelaciones, y, por último, que, en caso de que regresara, Espinoza tenía la intención de retrasar su fallo definitivo para tenerme «mano sobre mano» en la cárcel el mayor tiempo posible. Parachini acompañó su deposición con una serie de correos electrónicos originales que la corroboraban.
Huelga decir que la parte estadounidense se negó de nuevo a presentar el testimonio de Roger Gunson. Este último episodio acabó el pasado otoño, cuando el juez Dariusz Mazur, magistrado del tribunal provincial de Cracovia, rechazó la solicitud de extradición durante la exposición de dos horas que ofreció de memoria y emitió en directo la televisión nacional de Polonia. Una de sus frases encierra la esencia de todo esto: «¿Qué es lo que quieren los estadounidenses? Este tribunal no ha podido dar con una respuesta lógica a la pregunta».
Así fue como, en un momento en el que daba la impresión de que la realidad se había hecho cargo al fin de mi existencia, volvió a invadirla de súbito la fantasía. Y lo hizo del modo más vil, más taimado e insidioso imaginable: la mendacidad.
Cabría esperar que el tiempo acabaría por aliviar las secuelas de este asunto. No pretendo, claro está, que borre las cicatrices, sino solo que haga más tolerable su presencia en nuestra cabeza. Por desgracia, está ocurriendo todo lo contrario: tras desdibujar los contornos de los hechos, el paso de los años ha ido construyendo, estrato sobre estrato, una historia siniestra en su lugar. Nadie, o casi nadie, pone en duda la realidad de este caso, tan remota y compleja. El público, ebrio de frases contundentes y estridencias, prefiere la ficción romántica. ¿A quién le importa que una noticia sea cierta o falsa, siempre que resulte más breve y sensual que los hechos?
Me alegra haber escrito este volumen sin ataduras, en un momento en que todos mis recuerdos estaban frescos y eran precisos. Buena parte de mi vida ha transcurrido como en una montaña rusa: he escorado en las curvas; he ascendido en ocasiones hasta obtener grandes triunfos, gozos y placeres, y otras veces he caído a plomo, casi desbocado, en la tragedia y el dolor. Sin embargo, el viaje me ha llevado a un lugar por demás inesperado: un presente en el que puedo tenerme por satisfecho y aun me atrevería a decir que por feliz.
En consecuencia, no me arrepiento de nada de lo que ha ocurrido en el camino. Por paradójico que pueda parecer, si los acontecimientos de mi existencia no hubiesen sucedido tal como lo hanhecho, hoy no tendría a mi familia ni disfrutaría de la vida que llevamos juntos. Tendría otra cosa, y no quiero otra cosa. No pienso renunciar a eso por cambiar el pasado.