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Mengele, la alargada sombra del cerebro nazi

«Cazadores de nazis» (Turner), de Andrew Nagorski, rastrea a quienes durante años han seguido la pista de los asesinos del Tercer Reich. El llamado «Ángel de la Muerte», pieza clave en los campos de exterminio por sus aberrantes experimentos, fue de los más buscados.
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«Cazadores de nazis» (Turner), de Andrew Nagorski, rastrea a quienes durante años han seguido la pista de los asesinos del Tercer Reich. El llamado «Ángel de la Muerte», pieza clave en los campos de exterminio por sus aberrantes experimentos, fue de los más buscados.
En 1985, la intermitente caza del doctor de las SS Josef Mengele, el médico de Auschwitz conocido como «El Ángel de la Muerte», volvió a la primera plana de los periódicos. La opinión pública lo veía como una encarnación del demonio gracias a la novela y película «Los niños del Brasil» y, aunque se sabía que el fugitivo había conseguido la nacionalidad paraguaya veinticinco años atrás, su paradero exacto seguía siendo fuente de constante especulación. No faltaba quien, regularmente, afirmaba haberlo visto en algún lugar de América Latina o de Europa, incluso de Alemania occidental. Gracias a la presión internacional, cada vez más agobiante, Paraguay le retiró la nacionalidad a Mengele en 1979, tras lo cual el presidente Alfredo Stroessner, otro dictador de extrema derecha, advirtió de que hacía tiempo que su régimen le había perdido la pista por completo. Sin embargo, ninguno de los cazadores de Mengele le creyó, y todos compartían una misma sospecha. Recuerdo que, cuando aún estaba trabajando en Bonn, un 16 de marzo de 1985, entregué mi primer artículo sobre Mengele a mis jefes de Nueva York. En él escribía: «Que Mengele sigue vivo es un hecho que nadie discute».
Wiesenthal siempre filtraba a la prensa nuevas pistas y nos aseguraba que estaba a punto de localizarlo. Aunque a veces lo acusaban de lanzar rumores sin base alguna, lo cierto es que no era el único empeñado en que la figura de Mengele siguiera presente en los telediarios y que, así, la caza siguiera abierta. En mayo, Fritz Steinacker, un abogado de Frankfurt, se salió de su habitual «sin comentarios» y reconoció: «Sí, he representado legalmente durante años a Mengele y aún sigo haciéndolo». A pesar de que Rolf, el hijo de Mengele, y otros familiares de su ciudad natal de Günzburg, en Baviera, donde el negocio familiar de maquinaria agrícola seguía prosperando, negaban continuamente conocer su paradero, Wiesenthal estaba convencido de que «siempre han sabido dónde estaba, incluso hoy lo saben», tal y como me contó. El hecho de que la familia siguiera contestando «sin comentarios» a todas las preguntas sobre Mengele invitaba a pensar que el doctor seguía vivo y escondido. «Cuando puedan reconocer que ha muerto, se quitarán un peso de encima», afirmó Wiesenthal. Serge y Beate Klarsfeld compartían esta convicción y, de hecho, Beate viajó a Paraguay para protestar por el papel del gobierno. «Mengele vive en Paraguay bajo la protección del presidente Stroe- ssner», declaró Serge sin pelos en la lengua. Wiesenthal, el Centro Simon Wiesenthal de Los Ángeles, los Klarsfeld, el gobierno de Israel, el de Alemania occidental y otros particulares ofrecieron cuantiosas recompensas para quien lograra capturar al médico de Auschwitz. En mayo de 1985, la cifra total superaba los 3,4 millones de dólares. Hans-Eberhard Klein, el fiscal de Frankfurt encargado de la búsqueda de Mengele en nombre del Gobierno de Alemania occidental, explicó que «tenemos los archivos llenos de pistas» provenientes de personas convencidas de haberle visto, pero «ninguna de ellas ha dado fruto». Esa fue la razón por la que Alemania occidental y los demás decidieron seguir aumentando la cantidad de las recompensas. También en mayo, Klein y otros miembros de su equipo se reunieron en Frankfurt con los representantes de Estados Unidos y de Israel para coordinar los esfuerzos de los tres países.
Sin embargo, como todos descubriríamos apenas un mes después, llevaban más de seis años persiguiendo un fantasma: Mengele se había ahogado mientras se bañaba en una playa de Bertioga, Brasil, en 1979, probablemente después de sufrir un infarto. Sus restos se encontraron en una tumba cerca de São Paulo y un equipo forense se encargó de identificarlo de manera concluyente. Rolf Mengele por fin admitió lo que Wiesenthal y otros venían sospechando todos esos años: que la familia no sólo había mantenido contacto con su padre, sino que él mismo lo había visitado en Brasil en 1977. También reconoció que tuvo que volver a Brasil dos años después «para confirmar las circunstancias de su muerte». En 1992, un análisis de su ADN terminó de confirmar la verdad sobre el caso. Mengele, que tenía sesenta y siete años cuando se ahogó, había conseguido eludir a la justicia y engañar a sus perseguidores incluso después de muerto. (...)
Los supervivientes de Auschwitz explicarían más tarde con todo lujo de detalles hasta qué punto era una pieza clave en la maquinaria de muerte y tortura del campo. Era de los primeros en acercarse a los trenes que llegaban llenos de deportados para participar activamente en el proceso de selección, mandando a miles a las cámaras de gas nada más llegar. Desde el principio, se destacó por salvar a hermanos gemelos para poder experimentar con ellos, lo que se convirtió en una auténtica obsesión. Inyectaba tintes en los ojos de los bebés y los niños para cambiar su color, y practicó numerosas transfusiones de sangre y punciones en la médula espinal. Gustaba de comprobar la resistencia de los prisioneros exponiéndolos a sobredosis de rayos x que acababan quemándolos, como en el caso de unas monjas polacas. También hacía experimentos quirúrgicos con los órganos sexuales de sus víctimas, inoculaba el tifus y otras enfermedades a prisioneros que estaban sanos y les extraía médula ósea. En un informe, uno de sus superiores lo elogiaba por «su valiosa contribución al campo de la antropología utilizando el material científico que hemos puesto a su disposición». (...)
Mengele logró escapar de los cazadores de nazis, pero no de sus alargadas sombras.