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Auditorio Nacional: Maneras de grande

Daniel Harding aterrizó en Madrid al frente de la Orquesta Sinfónica de la Radio Sueca y con las sinfonías pares de Brahms, dos de las piezas de mayor simbiosis entre luz y oscuridad
Una imagen del Auditorio Nacional de Música
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La Razón

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Obras de Brahms. Orquesta Sinfónica de la Radio Sueca. Dirección musical: Daniel Harding. Temporada de La Filarmónica. 12-V-2022
El en su día adolescente prodigio y hoy piloto de línea, Daniel Harding, aterrizó en Madrid al frente de la Orquesta Sinfónica de la Radio Sueca, agrupación que dirige desde hace tantos años y que tantas prórrogas le propicia. Y lo hizo con las sinfonías pares de Brahms, o lo que es lo mismo, con dos de las piezas que demuestran mayor simbiosis entre luz y oscuridad, que más se acercan a un retrato realista intramuros de cualquier ser humano. Las decisiones de Harding fueron llamativas, al menos analíticamente hablando: dar poco protagonismo a violines primeros, más línea a la -ya de por sí privilegiada- de los chelos, percutir más que cantar los motivos de los contrabajos, diseccionar células melódicas hasta lo irreal, sacralizar los metales, equilibrar hacia las flautas el viento madera y confiar en que el andamiaje genial de Brahms permitiría tanto lirismo polarizado. Y lo permitió. Sus lecturas no fueron perfectas, ni tampoco valdrían para todas las noches, pero fueron magníficas.
Para la “Sinfonía nº 2″ la melancolía pasó a un segundo plano a cuenta de primar una visión afable de la partitura, con menos conflictos y buen equilibrio de planos sonoros. El empaste de las trompas y el control de la evocación por parte de las flautas llevaron a un “Allegro con spirito” final ligero, con menos sensación de maratón orquestal. De todas formas, el problema en Brahms siempre es la sutileza: escribe con ferocidad postromántica pero el resultado ha de estar menos emparentado con la ira, más cercano a un discurso bien entonado que sabe dónde subrayarse sin convertirse en una sucesión de patatachanes.
Y, claro, el primer movimiento de la Cuarta fue absoluta sutileza, disolviendo la cuerda de esas cuatro notas del motivo inicial en la sonoridad de clarinetes, flautas, fagotes y trompas. En adelante los compases aterradores (como los del tercer y cuarto movimientos) no lo serían tanto, no por falta de densidad orquestal sino por construcción del sonido, pensando en un discurso más esperanzado y potente. Los compases centrales del último movimiento demostraron qué gran orquesta es la de la Radio Sueca, por lejos que estemos ya de su Celibidache fundacional.
Aquí salió a relucir una de las ventajas de Harding como director: su claridad. Parece sencillo para él estratificar el sonido, construir los balances y evolucionar las dinámicas, tal vez porque la orquesta lo conoce, se entrega y propone sin contradicciones. La sensación final no era la de haber escuchado una versión madura de la Cuarta fruto de un proceso de delectación que comenzó hace dos décadas con su grabación con la Kammerphilharmonie Bremen, sino la de una propuesta pensada para estos días, para este mundo de hoy tal y como lo percibe Harding. En realidad es de lo que se trata, de traducir lo intangible de nuestras vidas en una representación artística sobre el escenario, y en eso Harding demuestra maneras de grande.

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