Gesto y luz: Anja Bihlmaier dirige las obras de Ligeti y Dvorak con la Orquesta y Coro Nacionales
El compás ternario del “Aeterna fac cum sanctis” fue estupendamente balanceado y bien subrayado el curioso aire de tarantela
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Obras: de Ligeti y Dvorák. Soprano: Paloma Friedhoff. Bajo: Jan Martinik. Orquesta Nacional. Directora: Anja Bihlmaier. Madrid, Auditorio Nacional, 15-X-2022.
Hacía tiempo que no se programaba en los conciertos madrileños “Atmosphères” de Ligeti, esa obra rompedora y sutil, que abría una nueva etapa de la historia de la música contemporánea. Sus múltiples superficies, sus “etéreas micropolifonías”, como define en sus notas al programa Justo Romero, revisten al cuidadoso bordado de infinitas coloraciones. Hace falta un pulso firme y bien controlado, un sentido de las proporciones muy justo y una delicadeza en la administración de planos de rara perfección. Las variadas voces que intervinientes en el tejido, los cluster, los infinitos efectos tímbricos tuvieron puntual traducción en la controlada interpretación, que necesita un mando claro y diversificado.
Lo tuvo en el de la alemana Anja Bihlmaier (1978), ya conocida de nuestro público. Menuda, ágil, cimbreante, dirigió en esta ocasión sin batuta, adminículo que portó en la siguiente partitura, el infrecuente “Te Deum” de Dvorák, que fue explicado de manera diáfana si excluimos el un tanto atropellado comienzo y el tumultuoso cierre del “Bendictamus Patrem”. El compás ternario del “Aeterna fac cum sanctis” fue estupendamente balanceado y bien subrayado el curioso aire de tarantela. El “Aleluya” final, bien cantado y tocado a toda presión encendió los ánimos del respetable. La soprano solista fue la integrante del Coro Paloma Friedhoff, que hubo de sustituir a última hora a la anunciada e indispuesta Nadja McChantaf. Mucho mérito tiene la cantante española, cuya voz de lírico-ligera, bien esmaltada, clara, de justo ropaje armónico, sonó penetrante y transparente en sus dos nada fáciles intervenciones, con escaladas muy exigentes a la zona aguda. Dio pruebas de profesionalidad, criterio e inesperada seguridad. Algo de lo que no pudo hacer gala el indispuesto bajo Jan Martinik, que se esforzó lo indecible para emitir su dañada voz. Coro afinado y brioso.
Claro y dispuesto es el gesto de Bihlmaier; y clara fue la forma en la que planificó la “Sinfonía nº 9″, “Del Nuevo Mundo”, del propio Dvorák, una de las obras orquestales más famosas de la historia, esa cuyo tema principal del “Allegro con fuoco” conclusivo es tarareado por media humanidad. La directora procuró que en todo instante se airearan los numerosos motivos que intervienen en la configuración de la pieza, particularmente el que aparece a los pocos compases, tras la introducción, en la voz de la trompa. La limpidez, la transparencia de texturas, la agilidad, la presteza en los desarrollos y en las transiciones contribuyeron a que escucháramos una versión nada rutinaria, diligente y, por qué no decirlo, refrescante. Aunque hubo algunos accidentes de poca importancia, como la entrada irregular del “Scherzo”, movimiento que no tuvo en su reproducción toda la diafanidad deseada, pero sí la animación casi juvenil impuesta por la batuta. Nos sorprendieron algunos de los acentos y de los insólitos planos conseguidos en la apertura del último movimiento, que discurrió como los demás de forma luminosa. Gran éxito al que, lógicamente, contribuyó una Nacional en excelente forma