Esplendor de la Viena decadente
Dos noches para el recuerdo, por la música y por cómo se puede hacer esta música, en Teatro Real y Auditorio Nacional
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Como parte de la gira por España de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera, la formación alemana recaló en Madrid con la baja de Zubin Mehta (sutituido por Iván Fischer) en formato de doble concierto: uno en el Teatro Real (como tantas temporadas atrás en Ibermúsica) y otro en el Auditorio Nacional. El primero de ellos se centraba en la figura de Richard Strauss, con un programa que contraponía en la primera parte los extremos de una misma cosa, una especie de banda de Moebius donde vemos cómo cambia de plano creativo el Strauss de juventud (con el poema sinfónico Don Juan, op. 20) y el de vejez, con las Cuatro últimas canciones. Sesenta años en Strauss son un mundo, y los ardores que muestran son en ambos casos de una espléndida morbidez sonora. Fogosa revisión del clásico donjuanesco, con una rotundidad en los metales compensada por las cuidadas entradas del viento madera. La cuerda, como ocurre siempre con Strauss, precisa de un brillo que nace de la precisión en algunos de los pasajes (si no, que se lo recuerden a los aspirantes a violín tutti de orquesta, que consideran esa página 61 del Probespiel donde está el principio del Don Juan como el infierno en música). En este caso hubo una estudiada languidez que perseguía dar forma a ese denso universo que acabaría por consolidarse décadas más tarde.
La soprano Camilla Nylund, experta en lides wagnerianas, afrontó con delicadeza una de las manifestaciones musicales más bellas del siglo XX, las Cuatro últimas canciones. El melodismo decadente y plenamente crepuscular de Strauss transmite serenidad y belleza a partes iguales, sin restarle por ello dramatismo a lo que es sin duda una despedida. Hermosa recreación de los paisajes por parte de Fischer, que buscó ser segundo término y sólo usar pinceladas orquestales para arropar a las intervenciones solistas, particularmente en un wagneriano “September” que conmovió en su final, con el sonido de la trompa naciendo de la nada en el verso “ojos cerrados”. El sentido del lirismo de esta orquesta es admirable.
Para lucir potencia, densidad, sentido del ritmo y balance estuvo la segunda parte, con Así habló Zaratrustra, op. 30, una obra que comienza con la modulación de mayor a menor más inmediata y famosa de la historia. Aquí la orquesta se ciñó con sabiduría a la propuesta de Fischer, que primó el sentido narrativo, expuso con claridad y aprovechó la ausencia de puntos débiles en la orquesta para organizar las texturas y hacer de la densidad orquestal un fin en sí mismo. Ya todo había sido dicho en la primera parte, pero el Zaratustra sirvió de prórroga para no abandonar esa isla a la que nos llevaron los poemas de Hesse y Von Eichendorff
Para la segunda cita, ya en el Auditorio, había sobredosis de espíritu vienés: Haydn y Mahler. El Haydn de Fischer siempre ha tenido garra y expresividad, sabiendo entender de qué manera se articula esta música que huye del desgarro pero no de la emoción. En general, el director de orquesta húngaro borda todo lo que huela a Sturm und Drang, y también aquello que se acerque a los años finales de la vida de Haydn, que se manejan desde parámetros estéticos más liberados y que el director entiende desde el eclecticismo de la escuela de Harnoncourt. Este era el caso, una obra peculiar, tardía (1792), escrita casi a vuelapluma y con una tímbrica en la que radica buena parte de su belleza. La mezcla de oboe, fagot, violín y chelo resulta evocadora, y la sabiduría de Haydn coloca cada espectro sonoro en el lugar que mejor destaca. Magnífico el cuarteto de solistas, en particular Kharadze, con un progioso manejo del arco. Respiraciones musicales perfectamente compenetradas y una orquesta que Fischer redujo y mantuvo dentro de los parámetros historicistas, sin vibrato y con un repertorio de articulaciones más extenso. Como bis inesperado, una passacaglia de Händel.
Es difícil describir la mítica que despierta la Quinta Sinfonía de Gustav Mahler, que viene acompañada por la mayor de las expectaciones con independencia del número de ocasiones que se programe. Y en este caso la mítica estuvo a la altura de la interpretación. Desde el llamamiento inicial de la trompa hasta la construcción de la marcha fúnebre (que no obvió las sonoridades klezmer que la animan), todo sonido estuvo expuesto con un sentido arquitectónico intachable y una concentración en los instrumentistas equivalente. La idea de Fischer fue la de construir los extremos con calma, con menos espacio para la explosión neurótica y más para el contraste que nace, crece y se desvanece. En el primer y segundo movimiento destacaron los contrabajos, que marcaban el camino para lo trágico que se desarrolla entre una eclosión orquestal y la siguiente, con un sonido muy polarizado hacia la oscuridad de los graves.
El Scherzo viró hacia unas melodías de baile decadentes, que jugaron a acelerarse y detenerse en una clase magistral de lo que es el rubato, y que Fischer maneja con enorme naturalidad. El Adagietto no quiso pararse en la tragedia: hondo, inspirado pero también recogido. Magdalena Hoffmann es una arpista excepcional, y parte de la elevación y lirismo del movimiento se devieron a la manera en la que coloreó el dolor volcado en los violines. El rondó final sirvió de aquelarre para una orquesta aquí más desmelenada, no por pérdida de control sino por puro galope instrumental. Dos noches para el recuerdo, por la música y por cómo se puede hacer esta música.