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Música
Así nació el pop: antes de lo que creemos ya era un peligro social
Un excepcional libro profundiza en los orígenes de la música popular como hoy la conocemos y se remonta mucho antes de lo que pensábamos

Siempre que se escribe la historia se hace de manera arbitraria y limitante. Es una condición necesaria para entendernos y para transmitir los hechos perdiendo, claro, los matices. Esto no es diferente cuando se transmiten los hechos culturales. La historia del pop se ha contado a partir de los fenómenos de masas (televisión y radio, principalmente) que se subliman en el alumbramiento del rock & roll encarnado en Elvis Presley, a quien suele considerarse el origen de todo. La cantidad de literatura histórica que se ha producido desde su salvaje contoneo de caderas, que dio lugar a un cósmico big bang en adelante, es incontable. Sin embargo, esta es una visión sesgada y reduccionista, como cabe imaginar. Nunca la creación surge de la nada, el arte es una transformación y repetición de lo anterior. Y antes del tupé de Tupelo (Misisipi) había canciones, cientos de canciones, que formaban un ecosistema que tenía todas las cualidades del pop salvo, quizá, las más perniciosas, como la fama, el dinero y aledaños. Sin embargo, del ragtime al jazz y de Irving Berlin a Frank Sinatra, el pop estaba ahí mucho antes de lo que queremos ver, como explica el músico y escritor Bob Stanley en “Let’s Do It. El nacimiento de la música pop” (Liburuak): “Puedes pensar que es música de hace un siglo y que está pasada de moda, yo lo creía. Ojalá el libro explique cómo las canciones de las décadas de 1920, 30 y 40 ejercen una gran influencia y afectan la música actual como los ingredientes básicos de la cocina”, asegura el músico y escritor a este diario.
En las postrimerías del siglo XIX y comienzos del XX, el rey era el Music Hall (vodevil en versión estadounidense), que hacia las delicias de las clases populares, completamente ajenas a las alturas de Wagner y compañía. En el music hall se contaban las penas proletarias, se hablaba de dormir en la calle o vivir en la pobreza. Se aconsejaba a las madres no tener más hijos después del quinto, se hablaba de la guerra y también, con corrección exquisita, se glosaban los atributos femeninos. Ojos y cabello, no nos pasemos de la rodilla. Sensiblería y emotividad se unían a comedia y melodrama. A la gente le encantaba y fue en 1900 cuando apareció por primera vez la palabra "pop" en una oferta de trabajo para una biblioteca. En Estados Unidos las cosas eran algo diferentes, un poco más salvajes: aparecieron las llamadas “coon songs”, auténticos panfletos racistas con un lenguaje que dejaría lívido al oyente de hoy. En esta historia que vamos a contar, que abarca de 1870 a 1960, en todo momento la segregación racial es perfectamente legal.
Para los neoyorquinos de 1900, la música europea era lo auténtico. Lo americano se veía como trivial, bastardo, una vergüenza. Pero todo iba a cambiar cuando aceptasen por fin la existencia y arte de la música afroamericana. En ese momento, nació el "ragtime", una música urbana impulsada a dos manos: la izquierda percute sobre las teclas del piano como una batería mientras la derecha proyecta melodías sincopadas. Un ritmo que impulsaba a ser bailada y cantada, que era absolutamente pop: era divertido y además una amenaza para la moral imperante por su indiscutible negritud. Se convirtió en la primera música genuinamente americana y Scott Joplin su primera historia trágica. Hablamos de los tiempos en los que el éxito se medía en partituras vendidas, ya que el gramófono estaba por llegar. Se vendieron millones de unas canciones divertidas, entretenidas y demonizadas por ello: primer síntoma del nacimiento del pop. "Fue continuamente puesto en duda. No existe ninguna alabanza contemporánea de este brillante nuevo género musical, solo dudas de su autenticidad. Y en esto fue pionero: más de un siglo después, se sigue cuestionando la seriedad del pop, si es algo mecánico y carente de alma. La diversión no es suficiente para algunas personas", sostiene Stanley. El ragtime conquistó Europa antes de ser tragado por la Primera Guerra Mundial y de dejar su huella indeleble en los primeros pasos del jazz, pero nunca fue respetada y aceptada hasta que se coló, como tantas otras cosas, por la puerta de atrás de la cultura estadounidense. Cuando en la lejanísima fecha de 1973 la película “El golpe” se convierta en un éxito arrollador, su tema central, “The entertainer”, colocará las flores metafóricas en la tumba de Scott Joplin, que había fallecido medio siglo antes en un sanatorio y enterrado en una tumba sin nombre.
Ya se sabe que los gustos musicales son una especie de capital cultural y social. Durante toda la historia, el gusto ha sido también una elección política. Antes de la música grabada, la mujer de la casa debía tocar el piano y dar recitales a la hora del té de la tarde como parte de la educación que debía transmitir a los niños. No es de extrañar que cuando aparecieron los primeros gramófonos (integrados en un armario de caoba, por tanto, eran un objeto decorativo) fueran las madres las que insistieran en adquirir uno de estos hermosos artilugios que además les libraban de practicar cada tarde las obras de Debussy o Beethoven. Los representantes del sello Víctor y su modelo Victrola cambiaron la historia. Todas las familias respetables de Estados Unidos (y luego del mundo) ambicionaban uno de estos aparatos y los representantes del sello tocaban a la puerta de las familias con un catálogo de óperas populares, valses, piezas campestres y sacras y, por supuesto, comedias, vodevil y music hall, la incipiente tradición americana. Al comienzo del siglo, la clase social determinaba el gusto, pero todo cambió: "Se debió a la Primera Guerra Mundial. Antes, mucha menos gente cuestionaba la autoridad o la estructura social. Para 1918, las viejas costumbres o gobernantes, ya fueran generales o monarcas, habían desaparecido. Para mí, el jazz equivale al dadaísmo en una completa reescritura de las reglas”, explica Stanley.
No han pasado ni dos décadas del siglo y ya hemos mencionado a los afroamericanos y a las mujeres, colectivos que aparecen en la narración de los acontecimientos pero raramente reciben el crédito merecido: “Las mujeres fueron fundamentales para la música que se escuchaba en casa antes de la invención de la radio; se consideraba parte de sus deberes domésticos. Las tiendas de discos eran inicialmente espacios seguros para las mujeres, quienes también solían trabajar en ellas. Esto cambió con la radio y el jazz: los hombres se impusieron y desde entonces han reclamado el coleccionismo de discos como su dominio”, dice Stanley, que subraya el papel fundamental de la cultura afroamericana en esta historia: "El ragtime, el jazz y el ‘’barbershop’’ son los cimientos de nuestra música y todos tienen raíces completamente negras”, señala. Esta tradición alimentó uno de los capítulos más apasionantes del pop: Tin Pan Alley. Al calor del incipiente negocio discográfico se agolparon en el Bajo Manhattan una serie de oficinas de compositores que recibió su apodo por el ruido de decenas de pianos aporreados día y noche y de las papeleras rebosantes de partituras rechazadas que se pateaban furiosamente por sus autores. Allí, un imberbe de 22 años, Irving Berlin (Israel Isidore Baline cuando nació en la antigua Rusia) encontró el primer gran éxito con “Alexander’s Ragtime Band”, cantada por la intérprete de los racistas “coon shows” Emma Carus. Una “apropiación” doblemente dolorosa –el ragtime era música afroamericana- pero que se convirtió en "la madre de la canción americana”, como dice Stanley: “sus canciones, ya sea «White Christmas» o «There's No Business Like Show Business» están por todas partes, son como el aire”, afirma. Los compositores de Tin Pan Alley olieron el dinero y a Berlin le iban a salir competidores: Jerome Kern y George Gershwin iniciarían una carrera amistosa pero encarnizada. El barbershop que menciona Stanley fue uno de los géneros de más éxito: cuartetos vocales “a capella” que en la era de la Gran Depresión hacen recordar tiempos felices. Su origen podría estar en las prohibiciones a los negros para acceder a los teatros, lo que habría convertido las barberías en su refugio para cantar, pero también en las corales blancas de origen austriaco y alemán: nostalgia tirolesa en el medio oeste. En los años 50, este estilo coral fue rescatado y dio lugar al doo wap.
En 1910, un crítico del “New York Times” se quejaba de que la música se había vuelto mecanizada y carente de alma, «producida en serie» en Tin Pan Alley: desde entonces, en todos los momentos de la historia ha habido alguien como él lamentando algo parecido. También ha habido otro denominador común: el pánico moral provocado por el hot jazz en la década de 1920 es exactamente el modelo para cada pánico moral posterior causado por cada evolución del pop: aparentemente relacionado con el libertinaje y la embriaguez, pero subterráneamente impulsado por temores sobre raza, clase y género. Para Stanley, la primera formación de pop de la historia era la Original Dixieland Jazz Band: “Tenían apodos. Tenían un manifiesto. Causaron indignación. Pop puro”. Las bandas de jazz, que empezaron al aire libre, sonaban como un cañón en los salones de baile y, además, había héroes solistas de sobra: Louis Armstrong, Duke Ellington, John Coltrane, Thelonous Monk... Mientras, el blues emergió de entre las sombras en el mismo momento impulsado por cantantes femeninas como Ma Rainey, Bessie Smith, Ida Cox y Memphis Minnie que llevaron sus propias canciones de los tugurios a los teatros. Eso sí, el género nunca obtuvo el reconocimiento debido hasta que, mucho después, los jóvenes blancos británicos le rindiesen culto. ¿Y qué decir de Billie Holyday o Ella Fitzgerald? Si ellas no eran estrellas del pop nadie lo ha sido. Un invento hizo desmoronarse el andamiaje del jazz y las big bands: la guitarra eléctrica proponía un universo sonoro de consecuencias inimaginables. La potencia y la nueva cualidad del sonido transformarían las canciones y supondrían el final de las grandes agrupaciones, que ya no eran necesarias para lograr un sonido poderoso.
Y así, resumiendo mucho como decíamos al principio, llegamos al eje del libro y de la historia del pop primigenio: Frank Sinatra. Cantaba mejor que nadie y “cuando dejó de hacerlo, las cosas empezaron a ponerse interesantes. Es contradictorio, sí, pero Sinatra era pura contradicción. La ternura de su voz era más eficaz por su reverso, la dureza que podía mutar incluso en el rencor de un divorciado borracho en ‘’That’s Life’’. Amor y odio, bondad e intolerancia en la misma medida”, dice Stanley. Un antihéroe, un arquetipo romántico, golfo y decadente. Ídolo de juventud, traidor a los valores familiares. En 1941, Alan Lomax graba por primera vez a Muddy Waters, al que llega buscando a Robert Johnson, muerto tiempo atrás. En 1947, Ahmet Ertegun formó el sello Atlantic y fichó a otra estrella distante: Ray Charles. El esfuerzo de Bob Stanley en el volumen es monumental: el libro se cierra con la llegada de los Beatles, asunto que ya abordaba en “Yeah, yeah, yeah. La historia del pop moderno” (Taurus), que apareció hace algunos años. El también miembro de la banda St. Etienne ha cambiado su perspectiva sobre esos años: “Un poco. Ahora me gustan más cantantes que antes consideraba anticuados, como Barbra Streisand y Tony Bennett. Hay mucho más en la vida que los Stooges”, se carcajea Stanley.

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