El Candela y las huellas borradas del Madrid flamenco
El sótano del bar flamenco, que acaba de ser reabierto, reunió a las grandes figuras del arte y generó una energía que lo transformó para siempre


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En 1982, el flamenco estaba desatado. Las conversaciones todavía se acaloraban en torno a «La leyenda del tiempo», de Camarón, publicado tres años antes o «Despegando», de Enrique Morente. Voces nuevas sacudían la tradición con una energía distinta, procedente de una mezcla desconocida. Ese año abría El Candela, el bar de flamenco que catalizó en noches infinitas una escena propia, la del flamenco madrileño, que fue prácticamente arrasada con el cambio de siglo pero tuvo su Albaicín en las calles retranqueadas de Lavapiés, una tradición que pocas veces ha sido contada pero que germinó con sus tablaos, artistas, discográficas y hasta talleres de zapatos y luthieres de primera categoría. El bar cerró en 2022 tras cuatro décadas –acaba de reabrir con nuevos propietarios y es pronto para conocer su vocación– y de su periplo histórico y legendario da cuenta un interesante libro, «Candela. Memoria social de un Madrid flamenco» (Altamarea), escrito por Jacobo Rivero «desde el recuerdo sanador de las buenas juergas, de noches interminables y secuencias de un tiempo vibrante que no volverá».
La magia del Candela sucedía en la cueva, en el sótano del bar, adonde solo accedían quienes Miguel Aguilera, el dueño, autorizaba. Todas las figuras modernas del cante y el toque bajaron por esas escaleras y tomaron asiento en sus banquetas. Camarón, Morente, Paco de Lucía, Jorge Pardo, los hermanos Carmona, Carmen Linares, José Mercé... se adentraban en la gruta de los tesoros, adonde se permitía también el acceso a visitantes ilustres con ganas de un ratito de verdad como Slash (Guns’n Roses), Lenny Kravitz, Don Cherry, Toumani Diabaté, Sabina, Almodóvar o Fernando León. Noches mágicas de improvisación y duende caníbal. La división del bar entre la planta de la calle y el sótano ya estaba marcada desde su primer día, cuando, al final de la escalera, se asentó la Peña Chaquetón, impulsada por Pablo Tortosa, una de las pruebas de verdaderos aficionados por el arte flamenco entre la gente corriente de la capital. Por allí pasaron nombres de altura como Fernanda de Utrera, José Menese, Manuel Mairena, Enrique de Melchor, los Habichuela, Agujetas. Al mismo tiempo, el bar se iba consolidando como un polo de atracción de flamencos, gitanos del Rastro y todas las tribus de la Movida. Así que la peña pronto buscó otra ubicación, pero el sótano permaneció como la reserva india para los guitarristas y artistas flamencos, que se juntaban a compartir y a aprender. Como explica Tortosa: «En Madrid se han juntado todas las escuelas, esa es la grandeza. Los artistas venían a escuchar, a juntarse y cantar con una botella de vino». Camarón frecuentó el Candela, aunque a menudo ocupaba un lugar periférico. Morente, en cambio, hizo del bar su feudo, su territorio, porque el maestro congeniaba con todo el mundo. La gente iba a presentarle respetos pero a lo mejor él pasaba las horas hablando con un borrachín o iniciaba una partida de ajedrez. También Rafael Riqueni, y los jóvenes: los Carmona, Ray Heredia, Sorderita, Tomasito, Paquete, Dieguito antes de llamarse Cigala, Montoyita, Antonio Carbonell, Niño Gerónimo... todos protegidos por Miguel Candela, que administraba con temple el paisanaje de la planta superior, formado por una amalgama virtuosa de punkis, okupas, inmigrantes africanos, famosos en cuatro calles y buscafiestas. Estos últimos se morían por acceder a la cueva, de donde subían los mejores acordes. «Era como estar en casa y a la vez algo muy ‘‘underground’’ –dice Antonio Benamargo, programador de Casa Patas–, pero es verdad que era más para los que tenían un toque hippy. Digamos que los flamencos neoclásicos iban a otros sitios». Para algunos, más flamencólicos, lo que se cocinaba en el Candela no era digno de consideración. «Una de las cosas que aportó Madrid al flamenco fue esa mirada irreverente, esa voluntad de mezcla, de encuentro», dice Benamargo. La persiana se cerraba y a veces, al abrir el bar al día siguiente, el intercambio proseguía en el sótano, sumido en una especie de cápsula del tiempo. «Salíamos de allí como salíamos y nos volvíamos a casa con la guitarra de otro», narra Paquete. Juergas legendarias.
Otro de los polos del Madrid flamenco era Casa Patas, centro cultural donde comenzaban las actuaciones por la noche y la música seguía en el Candela. A veces los conciertos espontáneos en el sótano del segundo mejoraban, corregían y ampliaban los del primero. Otros eran un poco más desastrosos. Casa Patas cerró en 2022 tras 32 años, sin que ninguna administración hiciera nada por evitarlo, misma suerte que corrieron Café de Chinitas, La Fragua y Villa Rosa. También la escuela Amor de Dios sufrió las consecuencias de la gentrificación y la especulación inmobiliaria, aunque logró reubicarse. Sobrevive otro templo, Bodegas Alfaro, pero buena parte de la escena ha desaparecido sin más.
Geografía flamenca de Madrid
Igual que en el nacimiento del hip hop fue decisiva la construcción de una autovía que segregaba Manhattan, para el flamenco madrileño resultó clave un plan de viviendas sociales. En el distrito de Latina, en Carabanchel, se levantó en los años 50 un «poblado dirigido» de viviendas para realojar chabolistas, un lugar donde las carencias rozaban lo inhumano. Allí surgió el sonido Caño Roto, un flamenco de carácter indómito y sonoridad característica, con un patrimonio humano y musical desbordante. Además, por alguna extraña conexión, sus artistas se vincularon con Minuesa, un centro social ocupado en la Ronda de Toledo. No era tan extraño: ambos grupos humanos habían tomado el camino de la autogestión y el desdén por la administración, aunque por razones diferentes. De allí surgieron Aquilino Jiménez «El Entri», Amador Losada, José «El Viejin», Jerónimo… Y quienes hicieron célebre la marca: Los Chorbos, con Manzanita. En el libro de Jacobo Rivero se habla, sin chusco nacionalismo, del papel de los madrileños: bailaores como La Tati o El Güito, tocaores como Ramón Montoya (heredero de Sabicas, que nació en Pamplona pero se crio artísticamente en la capital), del Rastro y Cascorro como la cuna de Juan José Suárez «Paquete» y de Barrio de la Concepción y San Blas, cuna de Sordera o Terremoto. Como dice Pedro Lópeh en el prólogo del volumen, esta memoria «servirá para reconectar a los lectores con una ciudad que siempre fue flamenca, con un barrio en el que era inevitable hasta hace no mucho toparse con el cante». Aunque quizá, para algunos lugares, sea ya demasiado tarde.