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Cuando Wagner componía la canción del verano

Nos acercamos a la arquitectura musical de la creación de los grandes hits estivales trasladando el método al mundo de la ópera y concretamente al apasionante universo del compositor de «Parsifal»
Final del acto I de «La Valquiria» de Wagner en la producción de 1876
Final del acto I de «La Valquiria» de Wagner en la producción de 1876Archivo
La Razón
  • Arturo Reverter

    Arturo Reverter

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Era lógico que las nuevas ideas armónicas, las propuestas originales del músico chocaran con el conservadurismo tradicional del público y que este, sin embargo, se fuera amoldando a planteamientos y soluciones de otro cuño. Fue un camino largo y lento desde aquellos primeros frutos de juventud apegados a una tradición a veces en exceso rutinaria y que bebía no poco de la ópera italiana. Como «Las hadas», estrenada en Munich en 1888, cinco años después de la muerte del compositor. Como «La prohibición de amar», que vio la luz en Magdeburgo el 29 de marzo de 1836. O como «Rienzi», una gran opera a lo Meyerbeer, presentada el 20 de octubre de 1842 en Dresde, que sería asimismo el escenario que recibió la primera obra realmente original del compositor, «El Holandés errante», estrenada el 2 de enero de 1845. En la misma ciudad se estrenaría, el 19 de octubre de 1845, «Tannhäuser», una ópera que abriría definitivamente el portón por el que la estética wagneriana comenzaría a inundar los grandes Teatros y a ser poco a poco entendida por un sorprendido público y una crítica cada vez más afín a los procedimientos del compositor. Que todavía, y en la siguiente ópera, «Lohengrin», lo volvería a poner en evidencia, participaba de soluciones melódicas y armónicas herederas de la ópera italiana.
«Lohengrin» inauguraría lo que podríamos denominar el flujo inspirador canicular o veraniego del músico, que hasta su muerte, las cosas vinieron así dadas, se iría encumbrando precisamente en los meses de verano. En efecto, desde ese punto, desde el momento en el que el Caballero del cisne hace su aparición en Brabante (28 de agosto de 1850), todas las futuras óperas wagnerianas se darían a conocer en esas épocas caliginosas. Quien nos dice que los aficionados o profesionales no entonaban tras los estrenos y sucesivas representaciones algunas de las más recordables melodías o temas salidos de aquella mano; aun aquellos que aparecían inmersos en la aplicación de nuevos procedimientos armónicos o estructurales.
Pero, ¿quién no se habrá sentido prendido de ese tema maravilloso que entonan y repiten unos arrobados Tristán e Isolda en el transcurso de su dúo de amor? Estamos en la sección más sublime, en la que las dos voces se van alternando de manera muy precisa para cantar la gran frase «O sink hernieder, Nacht der Liebe» («¡Oh, desciende, noche de amor…!»). Se escucha entonces el tema de la Noche –tema amigo–, una sucesión ascendente de negras y corcheas, La bemol, que circula sobre un ritmo repetido en compás de 3/4. La frase se eleva sobre las mismas notas constitutivas del famoso acorde inicial de la ópera, pero desarrollada con una dulzura desconocida. Música derivada de la empleada en el lied Träume, el último de los dedicados a Mathilde Wesendonck. Una melodía mágica, cálida, que sale de dentro. Una melodía que podríamos definir, aunque esto pueda sonar a sacrilegio, como estandarte y representación de una pasión; como ejemplo de «canción» de verano. Recordable e intensa. Como otras que se albergan en muchos de los pentagramas del autor; en óperas que vieron la primera luz en los meses caniculares. Una melodía que se escuchó por primera vez en Munich el 10 de junio de 1865.
En este orden de cosas podríamos citar otros muchos y valiosos ejemplos, recordables y cantables del ranking estival. Hablaríamos en primer lugar, como primera opción dentro de la lista, de la famosa aria de Lohengrin «In Fernem Land» («En lejano país»), el «racconto» o relato del Caballero, un momento muy esperado por su memorable flujo melódico y su intrínseca belleza, una pieza de canto de raro éxtasis, que demanda el empleo de una inconsútil media voz y de un raro sentido de la proporción un «squillo noble y heroico» en palabras de Ángel Mayo. Lohengrin ha visto truncada su misión ante la insana curiosidad de Elsa y regresa a su tierra, a ese castillo de Montsalvat donde se custodia el Santo Grial. Sones que se escucharon por vez primera en Weimar, como decíamos, aquel 28 de agosto de 1850.
No hay una melodía propiamente dicha, claramente definida, en el maravilloso «Preludio» de «El oro del Rin» (Munich, 22 de septiembre de 1869), prólogo de la «Tetralogía» en el que se contiene la célula de la que saldrá prácticamente toda la música de la saga, pero no hay duda de se nos queda pegando a la memoria de inmediato. Es el motivo de la Naturaleza, la «Ur-Melodie». Todo empieza en ese acorde básico de Mi bemol mayor desde el grave. Una trompa enuncia pianísimo las notas del tema, una segunda las repite.
Entran los fagotes sobre un murmullo imitativo de los chelos. La melodía progresa, pasa a las voces altas de la orquesta, se desarrolla y recomienza. Ondulación permanente, en 6/8, del agua, que va ganando la fuerza de un torrente. Domina toda la «Tetralogía». El movimiento musical se repite hasta el infinito en una paradójica inmovilidad armónica asegurada por el rugido persistente del Re grave. Muy señalado por su belleza melódica es el «Canto a la primavera», entonado por Siegmund en el primer acto de «La walkiria» (Munich, 26 de junio de 1870), una de las melodías más memorables de Wagner, con su despliegue sinuoso y lírico. Aunque de esta ópera nos vamos a quedar, por su fuerza, su energía y su poder de captación, con la «Cabalgata de las walkirias», ese canto guerrero, de inmensa fuerza rítmica que reúne a las hijas de Wotan. La escena aparece dominada por el tema de las walkirias, lejanamente derivado del de Erda, diosa madre de la Naturaleza, y por consiguiente del motivo básico que inaugura el comentado inicio de «El oro del Rin». Es un tema de carácter ascendente muy acentuado en un excitante 9/8, que viene subrayado o contrapunteado por otros «leitmotiven» (motivos conductores) más o menos variados, como el sinuoso del Fuego de Loge, y por acordes descendentes que aluden a la energía primaria de las amazonas. Los brillantes y cambiantes colores orquestales otorgan una presencia extraordinaria a la música. Inmensamente emotivo, resumidor y característico es el final de «El crepúsculo de los Dioses», cierre maravilloso de la «Tetralogía», que vio la luz en Bayreuth el 17 de agosto de 1876. Son los últimos minutos de la despedida de Brünnhilde y de su Inmolación en el fuego. «Grane, mein Ross», llama a su caballo. El sacrificio se cumple.
Aparece el motivo de la Redención por el amor, que, curiosamente, se ha escuchado una sola vez en la «Tetralogía», en el tercer acto de «La walkiria», como canto de caracterización de Sieglinde. El fuego y el agua dominan todo el cierre orquestal. Los motivos de la Maldición –con una fuerza extrema–, las Hijas del Rin, el Poder del «Crespúsculo de los dioses» sobre las armonías del Adiós de Wotan, el heroico de Siegried y, por fin, de nuevo, el de la Redención, jalonan el inmenso final.
Si hay un tema que juega pendularmente en «Los maestros cantores de Nuremberg» (Munich, 21 de junio de 1868) es el que alimenta y va dando forma a lo largo de la ópera a la «Canción del premio» con la que Walhter von Stolzing consigue el soñado galardón: la mano de Eva, la hija de Pogner. Uno de los maestros y amigo de Hans Sachs, el zapatero poeta, figura extraída por Wagner de la realidad histórica. A lo largo de la ópera se nos dan dando pistas musicales que nos aproximan a la humanidad de ese gran personaje. Que se nos revela con un extraordinario lirismo en el célebre monólogo de las lilas. «Wie duftet doch der Flieder» («Ahora suavemente, intensamente…»), en el que el texto y más aún la música nos muestran la personalidad, el sentir del zapatero, entregado a íntimos pensamientos y a evocar la actuación de Walther ante los Maestros. La melodía primaveral es base del canto amplio del zapatero: «Lenzes Gebot» (El mandato de la primavera), adornado por volutas del arpa. Las palabras «Der Vogel, der heut sang» («El pájaro que hoy cantó») clausuran el monólogo sobre una envolvente melodía, con la voz doblada por clarinete y cuerdas. Finalmente, Sachs, manifiesta su aprobación al canto de Walther frente a la oposición de los maestros. Como cierre de este trabajo colocamos uno de los fragmentos más bellos de Wagner, el que sirve de pórtico a su última ópera, «Parsifal» (Bayreuth, 27 de julio de 1882). La introducción orquestal aparece fundada en tres motivos religiosos: el del Sacramento, el del Grial (que es realmente el del famoso Amén de Dresde, cuya presencia es detectable en otras obras musicales) y el de la Fe, que se repiten y van tomando nuevas formas a lo largo del Preludio, cada vez más agitado. Melodías severas y recordables.

El exitoso mundo wagneriano en época estival

Las épocas veraniegas parecen ser proclives, en contra de lo que a veces se cree, a una mayor actividad mental, a una rara productividad artesanal y artística. En el mundo de la música y, más concretamente, en el de la ópera, se dan casos curiosos de excepcional creatividad. Así como desde hace mucho tiempo han venido adquiriendo relieve, dentro de la música ligera, los temas surgidos durante la calígine hasta el punto de encumbrar a los más escuchados y pegadizos y elegir entre ellos al más solicitado dándole el título de Canción del verano, mutatis mutandis podemos aplicar esta óptica, en un traslado vertiginoso, al mundo de la ópera en el que existen cientos de temas, de melodías, de cánticos, de monólogos, orquestales y vocales que se fijan fácilmente en la memoria. Partiendo de la misma óptica pero referida al mundo wagneriano, mucho más confortable y acogedor, en lo que a lo melódico se refiere de lo que se cree, cabe destacar que el propio Wagner sufrió en sus propias carnes más de una vez las iras de un público incómodo con sus revolucionarias propuestas. El paso del tiempo calma, recoloca y dulcifica. Y va del frío al calor.

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