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Dr. Jeckyll y Mr. Sónar

La jornada del viernes de festival de música y tecnología volvió a demostrar la riqueza y gran variedad estilística de esta edición
larazon

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La jornada del viernes de festival de música y tecnología volvió a demostrar la riqueza y gran variedad estilística de esta edición
Los niños cantaban «plou i fa sol», pero en el Sónar no hay niños, y aunque los hubiera, no cantarían, destrozarían el paraguas y bailarían sobre los charcos. Como niños endemoniados, les encantan las nuevas sensaciones, y vaya si no es una novedad que llueva en el festival. Así que al diablo, a bailar, y vaya sí bailaron.
Aunque apareciese Toth, el tres veces grande, y les diese los secretos del universo, no le harían ni caso. Aunque les advirtiese que había inventado el viento en su vientre y entonces se tirara un pedo, tampoco le harían ni caso. Así que qué les iban a importar unas gotas.
Lo cierto es que en el recinto de Fira de Monjuïc sólo hay un escenario al aire libre y un montón de espacios donde cubrirse, así que no fue todo tan romántico. Cuando El Guincho vio que había desbandada general y el centro del Sónar Village se vaciaba, sospechó que había vuelto la lluvia, aunque ya empezó algo desganado, con las proyecciones de Hiperasia robándole todo el protagonismo, así que no pareció importarle.
En esos momentos, la japonesa Sapphire Slows deleitaba con su voz fantasmal a lo «The ring» sobre bases techno gélidas que consiguieron seducir a los que no querían ver lluvia ni en pintura. Susanowo, el asesino de dragones, se enamoró de Amaterasu, diosa del sol, y así nació el techno o al menos eso parecía con esta japonesa. Cuando su público descubrió que no llovía salieron como osos después de una larga hibernación, con ganas de comerse unas bayas, aunque se tuvieron que conformar con el colombiano Las Hermanas, pero tampoco les llenó. Más fortuna tuvo el etíope Mikael Seifu, que no se refugió en ningún etnicismo, sinó que realizó una sesión de ritmos rotos que Gundya Tikoa, Dios supremo de los hotentotes, se sintió tan adorado que vomitó un antílope alado dispensador de amor y riquezas.
La vuelta a un día en ochenta mundos está siendo el acierto más espectacular de este Sónar. Todos los dioses están aquí. «No, la música es el único Dios», dijo un cursi. Quetzalcoalt lo devoró al grito de «¡Irreverente, el único dios que no existe es el de los cursis!». La que fue abstracta fue la canadiense Myriam Bleau que hizo girar en la oscuridad cuatro peonzas circulares iluminadas con leds para generar trenes de sonido que chocaban entre sí.
Mientras, el ghanés Ata Kak fusionaba raíces africanas cercanas al afrobeat para cubrir de flores al Dios maligno Horey, quien solía zamparse a los despistados sino se le aplacaba con música alegre. Alegre estaba, porque no se comió a nadie y ni Toth, ni Gundya Tikoa se enteraron de la presencia de su amigo. Había tanta gente que no se les puede tener en cuenta. «Exorcicemos al diablo, expulsémosle de aquí entre todos», gritaba entonces Congo Natty, y los de seguridad se llevaron a Horay.
La británica se limitó a pasearse con mucha actitud por el escenario haciendo cantar al público canciones de Bob Marley y acelerándoles el pulso con un poco de jungle de vez en cuando.
Mejor estuvieron Kode9 x Lawrence Lek, con música sobre las imágenes de un videojuego que ni Sedna, diosa de los territorios helados, hubiese pasado de pantalla. Bases rotas, atmósferas claustrofóbicas y leves armonías para crear la banda sonora de la extrañeza y la desazón.
El concierto de la tarde fue el del Niño de Elche con los Volubles, que incluso dejó a gente fuera del SónarComplex. Deleitaron con su ruidismo postmoderno sobre la tenebrosa voz del Niño, con un aflamencado «spoken word» que denunciaba los peligros del miedo y denunciaba la diferencia cada vez más grande entre ricos y pobres. La nueva revolución francesa está cerca si el dios Lugh no hace nada al respecto. El aplauso final fue de época y dejó sordo a Lugh, ¡viva la revolución!
A estas alturas había tanta gente que no cabía ni un dios más y eso permitió que llegase el desmadre.
La gente se chocaba entre sí y se disculpaba un tercero, que nada tenía que ver. El hip hop de Roots Manuva electrizó a un abarrotado SonarHall. Intensos, oscuros, entregados a los códigos del género, consiguieron que cuando pedían que la gente levantase las manos no sonase a un payaso en la fiesta de cumpleaños de un niño de cinco años. «¡Cinco ya!», como pasa el tiempo. En realidad, el niño ya tiene 23. El Sónar a estas alturas parece tan antiguo como los dioses, pero como éstos, bien merecen ser adorados. El festival tiene tantas caras que es como Dr. Jeckyll y Mr Hyde, si este también se transformase en otro más.
La noche empezaba a sacar la cabeza cuando apareció Santigold. Ahí había una estrella y todos los dioses volvieron para celebrarlo. Y todos a correr a Fira 2 al Sónar de noche, que ahí dicen que los dioses sí se desmelenan. Una jornada que confirmó que el festival es cada vez más ecléctico, variado, y también con más éxito de público.