Obituario
Fosforito, la pólvora primitiva del cante
Por más que el arte jondo sea un punzón, una bomba de racimo, un proyectil preñado de explosivo, Antonio Fernández Díaz juraba por la memoria de sus muertos que a él lo sanaba
Cuando en 2005 distinguieron a Antonio Fernández Díaz con la codiciadísima Llave de Oro del Cante –un galardón que nadie ha vuelto a recibir y que en siglo y medio de existencia solo ha recaído en cinco mortales que no lo fueron tanto–, los que de verdad entienden de ese arte se dijeron que aquel metal no alcanzaba para premiar unas cuerdas vocales de platino. Hablamos de un hombre que nació sin un pan bajo el brazo pero millonario en un par de dones, el del oído fotográfico y el de la garganta insondable.
Aún tenía Antonio la estatura de un pigmeo cuando, en la profundidad abisal de los pueblos de la serranía de Cádiz y Málaga, se lanzó a cantar por tabernas, ferias de ganado y salas de cine que recordaban a mausoleos. Solo que cada vez que exhalaba ese fuego que lo abrasaba por dentro ante un público raquítico y desdentado, sentía sobre sí el peso de un millón de ojos. Eran los años sin memoria de la posguerra, cuando las calles apestaban a pólvora y a miedo y el simple hecho de llevarse un trozo de alimento a la boca era celebrado como una fiesta. Él fue uno de esos niños que tenían el rostro embadurnado de una gravedad adulta, infancias sin infancia. Pero, pese a tantas fatigas, perseveró y con solo 24 años arrasó en el Concurso Nacional de Cante Jondo, y a partir de ahí se ganó la consideración de clásico en vida.
El hilo del coraje
El oro que recubre algunas biografías brilla tantísimo que no es posible sostenerle la mirada, del mismo modo que el sombrero que corona la cima es tan pesado o tan ligero como decide quien se encuentra allá arriba. Pero lo que carece de contestación es que el traje de la maestría está confeccionado con el hilo del coraje y con ese gramo de genio que algunos elegidos llevan consigo desde la placenta, y de todo eso Fosforito sabía un rato.
Por más que el arte jondo sea un punzón, una bomba de racimo, un proyectil preñado de explosivo, Antonio juraba por la memoria de sus muertos que a él lo sanaba. Porque el rito del cante, cuando la sangre se le disparaba y le tiraba del alma hacia la garganta, lo llevaba a un lugar que jamás conoció fuera de esos instantes y que lo hacía sentir como el gladiador en el Coliseo, solo ante el abismo pero atravesado por el rayo de la gloria.
Fosforito fue hijo de un tiempo muy distinto a este (aquellas ventas en mitad de la madrugada para saciar el hambre de diversión de los señoritos y aquel refugio hermano de las peñas), pero en este mundo de velocidades imposibles e inteligencias algorítmicas su arte aún tiene sitio. La muerte, que se lo ha llevado a sus 93 años, no puede arrebatarnos eso.
En una larga conversación que mantuvimos, me dijo: «Nunca he pretendido parecerme a nadie; siempre he querido ser yo». No necesitaba buscarlo: la originalidad le brotaba sin que se diera cuenta. Lo sé porque escucho sus lamentos mientras escribo estas líneas y no puedo evitar estremecerme.