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Steve Jones: Orinar en la tumba de Elvis

Las memorias del Sex Pistol entran sin vergüenza en las situaciones más escabrosas de su juventud y pasan de puntillas por otras cuestiones de la banda que lo cambió todo. Como le sucedió en la música, la actitud al escribir el libro es radical y correcta; la constancia y seriedad en su trabajo, algo menos
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Las memorias del Sex Pistol entran sin vergüenza en las situaciones más escabrosas de su juventud y pasan de puntillas por otras cuestiones de la banda que lo cambió todo. Como le sucedió en la música, la actitud al escribir el libro es radical y correcta; la constancia y seriedad en su trabajo, algo menos.
Esta es la historia de un chico tan desahuciado que cuando le ingresan en el reformatorio está mejor que en casa. Steve Jones (Londres, 1955) creció en un hogar de proverbial miseria moral y material, envuelto en una densa niebla lumpen que forjó una cruda personalidad. En sus memorias, «Lonely Boy» (Libros Cúpula), calificativo que le viene grande a estos «cuentos de un Sex Pistol» porque están llenos de convenientes olvidos y lagunas de memoria, las sonrisas y la vergüenza ajena se reparten las páginas.
«¿Sabes esa escena en ‘‘La naranja mecánica’’ en la que fuerzan al protagonista a presenciar con sus párpados abiertos la clase de imbécil que ha sido? Más o menos así me he sentido escribiendo este libro», dice pronto. Y no es para menos, porque sus revelaciones no cambiarán la historiografía musical, pero ilustran bien un tiempo marcado por la subversión y la falta de sesera. Por ejemplo, cuando en el colmo de su delirio de drogas, fama y mugre, Jones admite haber orinado en la tumba de Elvis en un tiempo en que Graceland no era todavía un parque temático. Lo más grave es que él se reconoce seguidor acérrimo del Rey. ¿Por qué lo hizo? Ni él lo sabe y sin embargo se arrepiente. Esa y otras son las paradojas del punk, y con los Sex Pistols nunca se sabe qué es verdad o fantasía. Cuánto hay de situacionismo o de estupidez. Y Jones no nos saca de dudas.
Historial criminal
Con su prosa florida, reconoce que tuvo una infancia «de mierda» con tres válvulas de escape. La primera, el hurto. El guitarrista cuenta sus fechorías de forma pormenorizada, con el desparpajo del gamberrillo y admite que no podría haberlas llevado a cabo jamás de no ser por la inestimable ayuda de su propia «capa de invisibilidad» que no es otra cosa que el absoluto descaro. Porque Jones cometía sus acciones movido por un impulso irrefrenable que le llevaba a conducir coches, camionetas o excavadoras robadas a plena luz del día y, no hace falta decirlo, sin carnet para ello. Pero con la misma soltura sustraía todo tipo de objetos: ropa de primera calidad (siempre tuvo buen gusto) que obtenía de las tiendas más selectas y del camerino de otros grupos. Sin vergüenzas, hace recuento y admite haberle «levantado» un abrigo a Keith Richards, tambien un amplificador y un micrófono con restos de su carmín a David Bowie, guitarras a go gó, un afinador a Bryan Ferry y un infinito número de objetos de capricho. Llevaba consigo cualquier objeto, grande o pequeño, sin el menor disimulo y total impunidad. Ese era su hechizo protector, porque nadie pensaba que alguien pudiera estar robando con semejante aplomo. «Tenía una alfombra de leopardo con su cabeza y todo en mi habitación. Era de primera categoría en contraste con las baratijas del resto de la casa. Dado que mi madre y mi padrastro no tenían ni para pipas, puedo entender que les cabrease mi tren de vida basado en la delincuencia», admite. La capa de invisibilidad funcionó razonablemente bien (considerando una década de actividad criminal), pues, cuando cumplió los veinticinco apenas tenía una docena de antecedentes. Eso sí, fueron los que complicaron su entrada EE UU en la primera gira de los Pistols. Sólo un arrepentimiento: no haberle dado «el palo» a Genesis en su etapa glam: «¡Qué favor le habría hecho al mundo si le hubiera mangado todo el equipo!».
La segunda válvula de escape de la realidad fue la bebida. Hasta que conoció las anfetaminas poco después. El «speed», también, pero lo sustituyó por la oscurísima noche de la heroína. Bueno, incluso la cocaína tuvo su etapa cuando trataba de dejar lo demás sin éxito. Pero eso es casi al final de las poco más de doscientas páginas de recuerdos selectivos. Es entonces cuando se hace adicto al sexo, del que también presume en sus recuerdos de juventud (especialmente de acostarse con todas y cada una de las parejas de sus compañeros de grupo, incluida Nancy Spungen, novia de la muerte de Sid Vicious), aunque lamenta su compulsión al respecto. Esa tara emocional fue debida con toda probabilidad a los abusos sufrido de niño (por su padrastro) y por la falta de cariño de su madre. El guitarrista reconoce que no puede sentir afecto por una mujer. «En cuanto hay sentimientos, se acabó», argumenta.
«Tontería punk»
La tercera válvula de escape, es, por fin, la música. Jones creció como admirador de Rod Stewart y muestra paladar para lo más insospechado. Con Paul Cook compartía aficiones y, al fin y al cabo, ya había robado todo el material necesario para hacer una banda, así que, ¿por qué no intentarlo? «Para mí no era tanto la música como pertenecer a algo. Mira si estaba desesperado que incluso traté de ser hippie un tiempo. Formé parte de todas las tribus durante los 60 y los 70 en Inglaterra. Como no tenía un entorno estable ni autoestima llevé algunas cosas mucho más lejos que la gente normal». Ahí entran en escena Malcom McLaren –que será el mánager del grupo– y Vivienne Westwood, que todavía no confeccionaban prendas de látex pero ya eran unos pijos que compraban cena macrobiótica. «Fueron los padres que nunca tuve», confiesa. El día que tenía que llegar el gran patinazo criminal de nuestro protagonista, Jones se vio perdido. Tres semanas en el «talego» hasta que apareció McLaren. «Fue la primera persona que se preocupó por mí como para implicarse. Dijo al juez tal retahíla de embustes sobre el brillante futuro que me esperaba y la gran contribución que habría de hacer a la sociedad británica, que el tipo de la peluca me dejó ir».
Nuestro guitarrista no es el tonto de la clase como a veces quiere presentarse. Es el que se porta mal para esconder su sensibilidad o su talento. Se emplea a fondo con la guitarra, incluso compone algunas líneas, aunque no se molesta en explicar los pormenores del proceso de creación, que recae en John Lydon. Eso sí, tiene recuerdos de sus primeros y desastrosos conciertos e incluso del ya mítico que ofrecieron en Manchester y que contaba en el público con Morrisey (The Smiths), Billy Duffy (The Cult) e Ian Curtis (Joy Division). Jones no es de lo que comulgaban ciegamente con el ideario punk. «Cuanto más crecía el movimiento, más densas eran las nubes de tontería que lo envolvían. Quién sabe de dónde venía todo aquello de ‘‘oh, estamos con la gente de la calle, contra la clase dirigente, nunca dejaremos la casa okupada’’. Una cosa estaba clara: de mí, no. Era vomitivo». Muestra la misma actitud al respecto de los sellos, porque los Sex Pistols ficharon por EMI primero, el más rancio y mejor situado de todos los sellos británicos, antes de irse con el multimillonario Richard Branson a Virgin. «Siempre preferí estar entre profesionales. Nunca me gustaron los sellos indies de juguete en los que se organizan reuniones de comité para ver quién sale a comprar los falafels. Esa es otra idea equivocada del punk: ‘‘Haz tu fanzine, saca tu disco, cualquiera puede hacerlo’’. Eso me la sopla. Si eres bueno, encontrarás un puesto bien pagado, que los hay. Esto no es un puto hobby», critica.
Todo iba razonablemente bien hasta el incidente en televisión que les catapulta a los tabloides y McLaren ve la luz. «Ese sería el plan: Johnny y yo hacíamos algo espontáneo y luego él se encargaba de teorizar con un manifiesto sobre por qué molaba tanto lo que acabábamos de hacer sin pensar». Antes de aquello lo importante era la música, después fue la prensa. El día que el mánager reclutó a Sid Vicious. «Nada volvió a ser normal. Ya sé que daba muy buena imagen, pero no era la misión de los Sex Pistols. No me importaba ser el segundo de abordo tras John, pero ahora quizá era el tercero detrás de aquel imbécil, quizá el cuarto, si nos creemos el delirio de Malcom, que pensaba que éramos todos sus marionetas». Se convirtieron en unos parias.
Yonqui sin pasaporte
A todos se les subió un poco a la cabeza la fama, pero la peor parte se la llevó Sid, que intentó encajar y solo conseguía hacer el anormal. «Era un chico bastante ingenuo que llegó a creer que su trabajo consistía en hacer justicia a su fama». De «Nevermind the Bollocks», Jones se atribuye el sonido y el trabajo del estudio. Sid Vicious estaba en el hospital con hepatitis («y fue un regalo del cielo. Lo que nos habría hecho falta es que estuviera permanentemente ingresado») mientras que a Lydon le dicen que se limite a su parte: voces y letras. Y el disco salió así: histórico. Todo lo demás fue un desastre que no pueden soportar ni los dos veteranos de Vietnam que les sirvieron de equipo de seguridad. Su caída en la heroína le conduce a simas inenarrables. Roba bolsos en discotecas y vende su pasaporte para comprar material, se convierte en un yonqui que cumple todos los requisitos, mejor cuanto más repugnantes. Jones superó su adicción al sexo e incluso la gira de reunión de Sex Pistols antes de convertirse en locutor radiofónico. Hoy, tiene una aplicación que le recuerda cuándo debe beberse un vaso de agua y hasta sube vídeos a Instagram. No es muy punk, pero algún día hay que hacerse mayor.

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