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Un español en la corte de Benicàssim

larazon

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Hace ya algunos años que el FIB ha puesto su acento en la I de internacional. Es difícil saber cuándo ocurrió ni si forma parte de una estrategia, pero lo que está claro es que lo que empezó como un festival de música que trajera visitantes jóvenes a la localidad castellonense fuera de la tradicional temporada de vacaciones familiares, hoy sigue siendo un festival, pero tiene acento. Un marcado acento británico, para ser más específico, como el de la aplastante mayoría de asistentes ayer en la primera jornada de la vigésima edición del festival. Las cifras oficiales registraban una presencia de 30.000 personas y, de ellas, un 60 por ciento foráneas. Sin embargo, la percepción sobre el terreno hace pensar que, si bien el total parecía demasiado para el día inaugural, la proporción de extranjeros era corta. Una invasión británica volvió a tomar ayer Benicàssim.
Porque en el FIB, cuando dos españoles se ven y se reconocen, se saludan, se abrazan, celebran. Enseñan los pulgares hacia arriba, y las camisetas futbolísticas del eterno rival son como un barco de rescate para Robinson Crusoe: alguien a quien pedir un cigarrillo en la lengua de Cervantes. Los camareros dedican amplias sonrisas si no media un «jelou» sino un «buenas» y, cuando no es así, acucan los ojos y repiten «what?» hasta que pasan a entenderse por gestos. Camareros que, por cierto, este año no sirven vino tinto, erradicado de la oferta, y en cambio ofrecen sidra Strongbow, un indescriptible brebaje inglés a unos precios que, en general, también tienen más que ver con la boyante economía inglesa que con la local.
Sólo pizzas y hamburguesas
El paisanaje por la apacible localidad es el habitual por estas fechas, rostros pálidos y pieles rojas cargando en procesión enormes bolsas de supermercados, por cierto, la principal queja de los comerciantes locales de los últimos años: los festivaleros no consumen en bares y restaurantes tanto como en el Mercadona. Juan Carlos, camarero de un restaurante en primera línea de playa, corrobora que «cada vez se mezclan menos con el pueblo. Van a lo suyo; no causan problemas, pero no les saques de la pizza. A algún arroz sí se atreven pero lo que más servimos estos días es pasta y hamburguesas. Y mucho menos que en otras ediciones. Han dicho que habría más asistentes este año, pero yo veo menos, así que estamos esperando que lleguen los españoles durante el fin de semana». Flota una rara sensación en este festival, como si hubiera dos eventos discurriendo a la vez, dos mundos paralelos que raramente interactúan pero conviven pacíficamente en su extrañeza, con la peculiaridad de que son los locales los que se sienten fuera de juego. Quizás un día el FIB se convierta en un campamento de verano adonde mandar a los chicos a aprender el inglés más cerca que Irlanda. Desde luego, aquí se puede comer fish and chips y la gente se sabe las letras de las canciones, que cantan con pulcra pronunciación y notable ebriedad. Por eso, durante algunos momentos, lo único que te permite asegurar que estás en la Península mientras discurre el festival es el asfixiante calor y la cara de Juan Carlos I en las monedas de euro. José Carlos Rodríguez es un habitual del festival, y en su tercera presencia dice que «nunca había visto una cosa igual. Cada vez hay más ''guiris'', cada vez más jóvenes, y solo se relacionan contigo para pedir tabaco. Aunque puede que sea por parte de los españoles, pero más bien van a su rollo, es un festival que ya está hecho para ellos». Junto a él, José Rebollo piensa que «siempre hay fiesta aquí. Los grupos de rock no me interesan especialmente, pero ver a tanta gente emocionada en un concierto está bien. Lo que a mí me gusta es la experiencia. Se habla mucho de la calidad del cartel, pero yo prefiero las actuaciones de los escenarios pequeños, no tanto los grandes nombres. Siempre descubro grupos interesantes aquí y hay muy buenas actuaciones de música electrónica». Salvador Castellanos tenía una boda este fin de semana y mintió para venir. «A pesar de los cambios, para mí sigue siendo el festival que tiene mejor ambiente. Hay una sensación de que el FIB hace historia con cada edición, aunque todos esperamos que vengan tiempos mejores y traigan a artistas que vuelvan a hacerlo especial por grande. Me gustaba cuando traían a leyendas como Dylan o Leonard Cohen y creo que eso se ha descuidado, aunque este año actúa Paul Weller, que para mí no es tan atractivo».
Lo que resulta curioso es que lo que parece más bien un entretenimiento para los hijos de la clase trabajadora no deje indiferente a nadie. Mucha gente siente el FIB como algo propio y de esa manera lo viven. Ojalá que siga otros 20 años más.