Natalie Portman, la diva del declive occidental
La actriz norteamericana encarna en «Vox Lux», tan aplaudida como abucheada ayer en la Mostra, a una estrella del pop pasada de rosca
La actriz norteamericana encarna en «Vox Lux», tan aplaudida como abucheada ayer en la Mostra, a una estrella del pop pasada de rosca.
Natalie Portman apareció en la rueda de Prensa de «Vox Lux» con un elegante vestido negro de Dior. Nada que ver con lo que luce en la película de Brady Corbet, que ayer concursaba en la Mostra, en la que interpreta a una estrella del pop al borde de sí misma. En un universo paralelo, la cantante australiana Sia, que ha compuesto los temas que canta Portman, podría vestir esos trajes de luces con solapas al estilo Barbarella. Pero que ninguna diva se sienta aludida: «Vox Lux», que cosechó tantos aplausos como silbidos, no se conforma con ser una biografía apócrifa, sino que pretende erigirse en un ensayo sobre la decadente cultura contemporánea. Si, declaró Corbet, en su ópera prima «The Childhood of a Leader», «el siglo XX encarnaba la banalización del mal», en el siglo XXI, en «Vox Lux», ese Mal ha llegado para quedarse.
Una de las ideas más estimulantes del filme es vincular el nacimiento de Celeste (Portman) como estrella del pop con su condición de víctima de la masacre en un instituto. «En América se han convertido en algo habitual, una suerte de guerra civil continua», admitió la actriz, «que ha impuesto una cultura del miedo de la que es difícil liberarse, sobre todo cuando acompañas a tus hijos al colegio por la mañana». El terrorismo y la conversión en icono del pop de Celeste funcionan como relatos simultáneos en una película que quiere demostrar hasta qué punto la violencia y la celebridad forman parte de un mismo flujo cultural viralizado por los medios y las redes sociales.
«Celeste no es un monstruo, es la víctima de una era», dijo Corbet. Lo mismo podría decirse del hijo, malvado y egoísta, del diplomático americano de su primera película. Eso sí, parece que, en su afán de convertirse en cronista del declive de la civilización occidental, Corbet nos da gato por liebre. Aunque «Vox Lux» está atravesada por una voz vibrante, que tal vez ha leído demasiado a Zizek y Bauman, la película acaba por contar la consabida historia de una estrella del pop pasada de vueltas. Celeste podría ser Madonna o Selena Gómez o Britney Spears. Sus fáusticos caprichos y su comportamiento volátil, que Portman hiperboliza un tanto sobreactuada, no parecen fruto del signo de los tiempos sino de un concepto de la fama codificado desde que existe la cultura de masas. Es decir, por mucho que Corbet quiera disfrazar su «biopic» con los sofisticados ropajes de la fábula de autor –estructura capitular, Willem Dafoe como narrador autoconsciente, Scott Walker en la música incidental–, no estamos tan lejos de «Ha nacido una estrella».
Si Brady Corbet se ocupa de auscultar la mala salud del siglo XXI, en «Obra sin autor» Florian Henckel von Dommersmarck hace lo propio con el XX. Vuelve a Alemania como si «The Tourist» no hubiera ocurrido nunca para explotar el filón de «La vida de los otros», de la que es una ampliación en el campo de batalla. Más de tres horas para contar que el arte es curativo pero también sirve para vengar a las víctimas de la Historia. Dos personajes van a cruzar sus destinos a lo largo de tres décadas, que abarcan desde el advenimiento del nazismo hasta el exorcismo público de la culpa teutona, pasando por la represión comunista en la RDA justo antes de la construcción del muro. Son, por supuesto, personajes antitéticos: el doctor Carl Seeband, un ginecólogo eminente que participó en la operación de esterilización y exterminio de los alemanes discapacitados o locos, y que se cambió al estalinismo en una jugada maestra del azar; y Kurt Barnert, joven artista que se enamora de la hija de Seeband, sin saber que su futuro suegro tuvo mucho que ver con el encierro y muerte de su amada tía.
Responsabilidad moral
Es materia de culebrón de primer orden que von Dommersmarck se toma muy en serio. El cine alemán sigue obsesionado con examinar su responsabilidad moral en la Historia europea, pero no puede decirse que la película añada nada nuevo a esa exploración. Es más, trivializa los temas que aborda con su villano mefistofélico, sus inconsistencias narrativas, sus gratuitos montajes musicales y, sobre todo, con su pobre discurso sobre la verdad del arte como reproducción de la realidad. Es curioso que la voz idealizada del pintor, que ha educado su sensibilidad con el lema de no apartar nunca la mirada, por muy horrible que fuera lo que tuviera delante, nunca adquiera una dimensión teórica más profunda, más allá de lanzar una colección de tópicos sobre el conflicto entre arte de vanguardia y pintura figurativa, de hacer una crítica a la censura de los totalitarismos, o de sucumbir a un remedo sobrenatural del «Blow Up» de Antonioni. El título en español de la película resume perfectamente su escaso vuelo conceptual.