No es política, es cobardía, Santiago Sierra
Calificar a Santiago Sierra como «artista político» supone insultar a aquellos que verdaderamente lo son –Hans Haacke, Tania Bruguera, Ai Weiwei...–. Envalentonado por su accidental estrellato en ARCO 2018, ha encontrado un filón con el que relanzar su menguante trayectoria y amenaza con aterrizar en la próxima edición de la feria con una segunda entrega. Profetiza que, durante el año que queda por delante se producirán nuevas encarcelaciones y que la reedición de esta serie tendrá todo su sentido. Como no podía ser de otro modo, Sierra termina de construir el contexto propicio para su trabajo con la manida mención al franquismo. Sin ninguna duda, un discurso tan estereotipado solo puede ser artificial y vacuo. Un artista al que solo le interesa el dinero –lo embolsado en ARCO no se suma a «la causa»– juega a ser antisistema y a liderar el «aggiornamento» ético de España. Y, ciertamente, la obra de Sierra puede ser cualquier cosa menos un cuestionamiento del neocapitalismo y la falta de libertades frente a las que tan ufanamente se posiciona. Por lo menos reconoce sin reparos que Ifema le ha hecho la campaña de marketing soñada. Una ola a la que se ha subido y que ayer completaba con un día promocional de libro: mañana de televisión y tarde de baño de masas con un acto en Madrid donde se repartía su catálogo a 10 euros el ejemplar. La sorpresa, la aparición, vía carta, de Arnaldo Otegi y Jordi Cuixart –lo que faltaba– para hablar de «los males del régimen del 78» y citar a Trotski: «En la cultura, toda la libertad». Desenmascara así las verdaderas intenciones de su pieza: utilizar la actualidad política no para interrogarla, sino para amplificarla. Ya dijo en el mismo acto que no quería hablar de arte. ¿Es que lo que había colgado en las paredes no lo era? No es cierto que –como confiesa– se sienta impelido a denunciar las encarcelaciones de cada uno de los personajes retratados en su obra. El casting realizado no obedece a una labor de investigación que permita la identificación –a tenor de lo fijado por el Consejo de Europa–de cada uno de estos individuos como «presos políticos»; los criterios seguidos han sido simple y puramente los de la provocación y el oportunismo. Además, y en todo este contexto de hipérbole mediática, Sierra se ha beneficiado de un factor crucial: la polémica sobre la torpe censura ha evitado el debate sobre su obra. Nadie se ha planteado si ésta es mejor o peor, o si existe una mínima calidad que avale el escándalo. Con tanto cruce de acusaciones no se han dado las condiciones de calma necesarias para atisbar que, en realidad, la actitud de Sierra no trasluce riesgo y heroísmo, sino un profundo acto de cobardía. Si de verdad quería centrar el foco sobre la identidad de esos individuos encarcelados injustamente, ¿por qué pixelar sus rostros? ¿Acaso no existe, bajo esta semiocultación, un implícito acto de estetización, que anula el impacto de una real denuncia política? Tiene mucha razón el autor cuando reconoce que esta obra está realizada con un «estilo arcaico» y que, por este motivo, es mayor su sorpresa por el escándalo suscitado.