«Operación Lucero»: El plan secreto para preparar la muerte de Franco
El asesinato de Carrero Blanco lo precipitó todo. El caos que vino tras el atentado de la calle Claudio Coello llevó a los miembros del gobierno a diseñar una estructura que garantizara el normal desarrollo institucional tras el fallecimiento del entonces jefe de Estado: que el Príncipe Juan Carlos jurara como Rey de España.
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El asesinato de Carrero Blanco lo precipitó todo. El caos que vino tras el atentado de la calle Claudio Coello llevó a los miembros del gobierno a diseñar una estructura que garantizara el normal desarrollo institucional tras el fallecimiento del entonces jefe de Estado.
¿Y si muere Franco y no estamos preparados? Era la pregunta que se hizo el gobierno en funciones, que presidió Torcuato Fernández-Miranda, tras comprobar el caos provocado por la ausencia de protocolos después del asesinato del almirante Carrero Blanco. Los gritos e insultos, el envalentonamiento del búnker, los llamamientos a endurecer la dictadura, y el miedo a una revuelta provocaron un desconcierto que «podría ser circunstancia propicia –comentó el general Alfonso Armada– para alteraciones de orden público y pérdida de control de las instituciones». Carlos Arias Navarro, al que el diplomático Oyarzabal definía como un «administrador de una finca particular que se llamaría España», era ministro de la Gobernación (hoy, Interior) cuando ETA asesinó a Carrero Blanco. Nada más asumir la presidencia del Gobierno, el 30 de diciembre de 1973, puso en marcha un operativo para evitar precipitaciones y alteraciones sociales y políticas que impidieran el normal desarrollo institucional; es decir, que el príncipe Juan Carlos jurara como rey de España.
El plan se llamó «Operación Lucero». Este capital episodio lo relata quien es el mayor especialista en historia de la inteligencia militar contemporánea española, Juan María de Peñaranda. El autor no solo es general de división del Ejército de Tierra, y ex director del Instituto de Historia y Cultura Militar, sino que fue partícipe de aquella empresa. Así, la obra –«Operación Lucero»–, que cierra una trilogía fruto del trabajo de quince años, mezcla el relato testimonial con una escrupulosa documentación del papel de los servicios secretos en la Transición. El Servicio Central de Documentación (Seced) –Cesid desde 1977, y luego CNI–, dependiente de Presidencia de Gobierno, fue el encargado de la elaboración de un plan completo y minucioso para que «se cumpliesen las previsiones sucesorias». Todo se hizo al margen de la opinión de Franco y de su familia; es más, el marqués de Villaverde, el yerno del dictador, no fue más que un obstáculo durante esos dos años. La idea era aquello que entonces se oía: «Después de Franco, las instituciones».
El equipo del Seced estudió hasta los detalles más pequeños. La familia tenía un panteón en El Pardo, pero no se sabía si quería ser enterrado allí, en el Pazo de Meirás, en el Tercio de la Legión, o en el Valle de los Caídos. Arias dijo que no había que consultar a la familia, porque quien moría no era Franco, sino el Jefe del Estado, y «se le va a enterrar donde nosotros digamos..., a no ser que hubiera dejado el propio Franco algo dispuesto». En secreto decidieron que se enterrara en el Valle de los Caídos, un conjunto escultórico que no estaba pensado para eso, pero que evitaría las manifestaciones descontroladas y el vandalismo por su aislamiento. Por esta razón, y de forma urgente, se hicieron obras tras el Altar Mayor para albergar el cadáver del dictador.
El palacio de Oriente
La imagen de solemnidad y evitar el ridículo eran otras de las prioridades de Arias. Se decidió que el Palacio de Oriente, donde Franco hacía sus emblemáticas apariciones, era el lugar más conveniente para la asistencia de la gente: más vistosidad y mayor control. Sin embargo, el recorrido del féretro presentó problemas por las resbaladizas cuestas que comunican el Palacio con la carreta de La Coruña. Saltó la alarma cuando se dieron cuenta de que un coche de caballos, tirando del enorme peso de un armón, podía dar un paso en falso y el que el féretro se moviera o cayera. Una foto o una toma de televisión de este tipo echarían por tierra la imagen de la sucesión solemne. Se decidieron entonces por un vehículo militar, al que se le acopló con mucha dificultad un féretro, pero que aseguraba la tranquilidad.
La salud de Franco, quien ya había pasado los ochenta años, era mala. Tras el Desfile de la Victoria de 1974, el dictador no pudo subir al coche oficial por dificultades en una pierna. Al día siguiente, se levantó con parálisis en la mano izquierda y un temblor en la mandíbula inferior. Era una tromboflebitis. Antes de salir hacia la clínica, el 9 de julio de 1974, Franco ordenó a los presidentes del Gobierno y de las Cortes que preparasen el decreto para que el príncipe Juan Carlos asumiera sus funciones. «Es el principio del fin», dijo. El sucesor se negó, según cuenta López Rodó en sus memorias, porque no quería sufrir el desgaste de la interinidad. El periodista Emilio Romero escribió por encargo una primera página en el diario «Pueblo» sobre la improcedencia del traspaso de poderes.
Arias dijo entonces que «al Caudillo le quedan horas». La enfermedad se había agravado. Franco no pudo asistir a la recepción del 18 de julio, y al día siguiente debía suscribir la Declaración militar con EE UU. El dictador quiso acudir, pero su médico le espetó: «¿No tiene usted un sobrero? Pues que firme él». Aquel 19 de julio, asustados por la posible muerte de Franco, el Príncipe aceptó la Jefatura. El dictador retomó sus poderes el 5 de septiembre, ante el disgusto de todos aunque por diferentes motivos. Arias, que prefería que el relevo se efectuase en vida del dictador, «montó en cólera», cuenta Peñaranda (p. 293), al saber que Franco volvía generando una situación de debilidad gubernamental.
La situación, además, era muy crítica. ETA asesinó el 3 de abril de 1974 al guardia civil Gregorio Posada, indicando que cualquiera era ya su objetivo, y meses después llevó a cabo una masacre en la cafetería Rolando, frecuentada por miembros de la Dirección General de Seguridad. La Revolución de los Claveles, con un fuerte componente socialista, acabó con la dictadura en Portugal el 25 de abril de 1974, e inspiró en España la aparición de la Unión Militar Democrática (p. 181). El Régimen de los Coroneles, en Grecia, caía en medio del rechazo popular y tras un fracaso en política exterior, en Chipre. En el Sáhara, el Frente Polisario acosaba al Ejército español al punto de temer una guerra con Marruecos. Además, el teniente general Díez-Alegría, jefe del Alto Estado Mayor, fue cesado a petición del búnker y de generales ultras tras un viaje a la Rumanía de Ceauçescu, porque, según documenta Peñaranda, le tenían por «muy liberal, intelectual, izquierdoso» (p. 160).
El nerviosismo del régimen era evidente. Al aumento de la conflictividad laboral de la mano de CC OO, y de las protestas estudiantiles, más ruidosas que numerosas, se unió el agrupamiento de la oposición. No solo Don Juan hablaba de establecer una democracia para todos, sino que en julio de 1974 se creaba la Junta Democrática contando con el PCE, demonizado por el régimen. Por otro lado, la Iglesia del cardenal Tarancón se rebeló contra la dictadura. Hasta el papa Pío XII se opuso a la política de represión de un Franco cada vez más incapaz.
Cuidar el orden público
El miedo a un conflicto civil, a repetir lo del 36, era general. Arias planteó al Seced la modernización de los planes existentes. Solo había entonces una insuficiente «Operación Alfa» y la «Operación Ariete», del Alto Estado Mayor, para el caso de declaración del estado de guerra. No eran protocolos útiles, deseables ni modernos. Había que cuidar el orden público, las relaciones diplomáticas y el funcionamiento institucional. Los documentos que fue elaborando el Seced únicamente los conocieron el príncipe Juan Carlos, Arias, y el jefe del Alto Estado Mayor, aunque luego se remitió a los tres ministros militares, al de la Gobernación, al presidente de las Cortes, y a varios ministros.
La posibilidad de una rebelión, como en Portugal o Grecia, fue también abordada por el Seced en la «Operación Lucero», y se reforzó la Organización Contrasubversiva Nacional. Elaboraron un Plan de Urgencia para el primer momento de la hipotética subversión, con cinco grados atendiendo al desorden, desde el disturbio callejero al estado de guerra. Todo pasaba por la actuación del Ejército y de las Fuerzas de Orden Público para el funcionamiento de las instituciones y sectores estratégicos.
El grado 3 suponía la localización y detención de los principales elementos subversivos, tanto políticos como sindicales, y el control de los medios de difusión. La Operación se podía poner en marcha tanto si se producía la muerte del dictador, como si entraba en un estado de salud irreversible.
La garantía de orden público era imprescindible para que «se cumpliesen las previsiones sucesorias». El Seced, por orden de Arias, efectuó una cronología protocolaria. El día D, el Notario Mayor del Reino redactaría el acta oficial del óbito, y el Consejo de Regencia asumiría la Jefatura. Después, Arias haría un comunicado en TVE con la emotividad necesaria para cargar de sentimientos el engranaje del cambio institucional. El día D+1 se haría una misa privada, se prepararía el Palacio de Oriente, y se publicaría en el BOE el luto nacional de treinta días. Los días D+2 y D+3 se dedicarían al paso de público ante el cadáver del dictador. La proclamación del Rey en las Cortes debía ser el D+3, tiempo suficiente desde un punto de vista legal, pero también táctico y sentimental. Se diseñó el recorrido de los Príncipes en automóvil, acompañados por fuerza militar, los honores recibidos, el pleno de las Cortes, el juramento y el mensaje del nuevo Rey, así como la posterior visita a los restos de Franco y al Te Deum en San Francisco el Grande.
La Operación contenía instrucciones de todo tipo, como el momento del embalsamiento, el luto en el uniforme de los militares, o el comportamiento permisible a las organizaciones del Movimiento y a la Confederación Nacional de Excombatientes. Mientras, el ministro de Exteriores debía cursar invitaciones a las autoridades extranjeras para la asistencia a los actos institucionales, así como instrucciones a organismos oficiales y empresas públicas. Prensa, radio y televisión darían publicidad a las normas para el homenaje y el cronograma. Toda la maquinaría pública estaría al servicio de la Operación Lucero. Finalmente, el D+4 sería el del «entierro del Caudillo». Ese mismo día debería aparecer un decreto de amnistía con motivo de la proclamación del Rey. Las exequias debían terminar hacia las 14:00 horas. En provincias se celebraría una misa con la asistencia obligatoria de las autoridades.
El júbilo por la nueva monarquía, decía el informe de la Operación Lucero, debía ser contenido porque coincidía con «la tristeza de los actos mortuorios». Los eficaces hombres de la Seced terminaban con un interesante informe de la situación sociopolítica: la mayoría de la población consideraba natural la sucesión, y no quería ver alterada su vida. El elemento que podía hacer saltar la Operación Lucero era el búnker, los azules, de los que se temía una algarada. No descartaron acciones violentas, pero sin fuerza suficiente. Los españoles querían paz.
A las 05:25 del 20 de noviembre se produjo el fallecimiento de Franco. Todas las medidas de la «Operación Lucero», calculadas inteligentemente por el Seced y bien contadas por Peñaranda, entraron en vigor. Empezaba la Transición.