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Un inventario urgente
El patrimonio histórico que España ha perdido
La Mezquita de Córdoba y Las Médulas nos recuerdan que nuestro legado no es eterno, como lo prueban muchos ejemplos

“El 7 de junio de 1671…A las dos de la tarde de un domingo, momento en que disponíase la Comunidad jerónima de San Lorenzo a cantar las primeras vísperas … se declaró un incendio en la chimenea de la parte del Colegio. El fuego, que se creía en un principio haber logrado extinguir, avivado por furioso vendaval, prendió luego en las maderas de la techumbre con tal fuerza, que a las pocas horas ardía en llamas la mayor parte del inmenso edificio. En aquella terrible y gigantesca hoguera, que por espacio de quince días destruyó para siempre innumerables joyas de la literatura y del arte, la colección de manuscritos griegos quedó reducida a menos de la mitad. Entre los 650, aproximadamente, que se quemaron, había no pocos ‘originales de gran antigüedad y estima’ , y algunos, como el de los Excerpta de Legationibus, eran, a la vez, ejemplares rarísimos o del todo únicos.” Así describía, en marzo de 1936, el padre agustino Revilla, en su ejemplar “Catálogo de los códices griegos” de El Escorial, una de las más terribles calamidades que ha sufrido el patrimonio bibliográfico español. Como nos recuerdan los recientes incendios que han afectado a lugares emblemáticos del Atlas Mítico de las Españas, como la Mezquita de Córdoba y de Las Médulas, nuestro patrimonio no ha sido nunca inmune a los desastres producidos por la causalidad, la mala suerte, la incuria o la irresponsabilidad, por no hablar de guerras e invasiones. Quiero ejemplificar en el desastre de El Escorial, joya de la arquitectura, ciencia y arte del momento de esplendor de este país, el peligro constante que corre el patrimonio, incluso el que creemos intocable…Y la lista, lamentablemente, no se acaba nunca.
Por seguir con manuscritos, poco después de que Revilla escribiera aquellas líneas sobre el incendio, en plena Guerra Civil, los libros antiquísimos de la Complutense eran usados como parapetos en el frente de la ciudad universitaria de Madrid. Como ha señala la Marta Torres, desde la Biblioteca Histórica de la UCM, la destrucción de este patrimonio bibliográfico fue apabullante, con 11 códices complutenses definitivamente perdidos que incluían joyas como biblias hebreas, literatura griega cristiana y una magnífica Biblia de escritura visigótica del siglo X (MSS 32) “con ornamentación mozárabe andaluza de brillantes colores rojo, verde, amarillo y azul, de fuerte expresividad y vigor, con influencia mediterránea y oriental, de una gran originalidad”, según la experta, y miniaturas espléndidas de arcos y serpientes. Solo por citar algunos casos. Frente a las pérdidas, la labor de expertos como Felipe Hernandes y Carlos de Jesús ha logrado reconstruir piezas como el MS 22 UCM de la Biblia, que fue esencial para la Polígota de Cisneros, deshecho entre pólvora y balazos.
El catálogo de libros perdidos de España daría para una larga y luctuosa endecha. Por seguir con El Escorial, al morir Revilla, el padre De Andrés continuó la catalogación de los códices griegos y reunió en 1968 todos los datos sobre el fondo perdido en el incendio de 1671. A grandes rasgos, se calcula que se perdieron unos 5000 códices, casi todos árabes y latinos y unos 700 griegos, de valor apabullante, como un códice de concilios visigóticos, llamado “Lucense”, un manuscrito griego iluminado con las obras médicas de Dioscórides o también la “Historia natural de las Indias” de Francisco Hernández. Sus fondos bibliográficos también sufrieron en la guerra de la independencia, cuando fueron trasladados a Madrid para luego sacarlos hacia Francia (milagrosamente, se abortó este plan), pero entre traslados y percances, otros muchos códices también se “perdieron” y acabaron en el extranjero, como, por ejemplo, el importante “Cancionero de Baena”, el “Códice borbónico” mexica, algunos evangeliarios griegos, etc., en una pérdida que se estima de unos 1700 preciosos ejemplares, entre manuscritos e impresos.
Pasando de capítulo, de bibliotecas a palacios, también hay muchos ejemplos de patrimonio español sumergido por muy diversas razones. Pienso en el Real Sitio de la Isabela, en Guadalajara, donde había unos célebres baños, que llevaron a Mariana de Austria, madre de Carlos II, a construir ahí una hospedería: los baños de Sacedón llevaron a la creación, en tiempos de Fernando VII, de un balneario cuyas ruinas luego serían sepultadas por las aguas del embalse de Buendía en 1957. La incuria de las edades acabó también con el magnífico Palacio Real de Tordesillas, centro de la vida política castellana hasta el siglo XVI, que acabó demolido como solar en tiempos de Carlos III. Otro es el sitio de Valsaín, Casa del Bosque de la monarquía castellana y lugar predilecto para Felipe II, que quedó en ruinas y sentenciado desde que en 1682 un incendio lo calcinó. Por no hablar del desastroso incendio de la Navidad de 1734, cuando el famoso Alcázar de Madrid fue pasto de las llamas: el incendio del palacio, que se declaró en las habitaciones del pintor de cámara de Felipe V, arrasó con el edificio y con numerosas obras de arte, aunque la mayoría lograran salvarse. Entre las que se quemaron –¡más de medio millar de cuadros!– se suelen recordar “La expulsión de los moriscos” o “Apolo, Adonis y Venus” de Velázquez y un retrato de Felipe IV de Rubens. El Palacio del Buen Retiro, donde precisamente estaba la familia real durante aquel incendio del Alcázar y que fue habitado por ella hasta 1764, también sería desmantelado poco a poco, sobre todo en la Guerra de Independencia, hasta su demolición en época de Fernando VII, pese a los conocidos retazos supervivientes.
Los imponentes castillos destruidos son otro capítulo inacabable: hay tantos, a lo largo de tantas épocas y por tantas razones, que se podría hacer una enciclopedia subterránea de castillos míticos desaparecidos. Solo un ejemplo, en el que la invasión napoleónica también causó estragos, fue el del imponente castillo de los duques de Alba en Alba de Tormes, toda una joya del renacimiento español que nos habría entusiasmado conocer en su integridad. Los franceses tomaron el castillo, poblado de maravillas de arte, en 1809, ya estaba muy deteriorado, lo expoliaron grandemente y luego el guerrillero El Charro se ocupó de incendiarlo para que no fuera reocupado. Ahora solo queda una de las seis torres del castillo, conocida como la Torre del Homenaje, que nos permite imaginar el esplendor perdido de un castillo-palacio conocido y admirado en toda Europa.
En el inabarcable capítulo de piezas, frescos y monumentos arrancados, habría una biblioteca borgiana… Es inabarcable. Raro que alguna vez tales piezas del expolio puedan recuperarse, aunque hay casos célebres, como el de la Dama de Elche, que siempre dan esperanza. Pensamos en los frescos de la ermita de San Baudelio de Berlanga, en el Monasterio de Sacramenia en Segovia, desmontado en los años 20 y llevado a Estados Unidos, o en el famoso ejemplo de la “Venus del espejo” de Velázquez, arrebatada por tropas napoleónicas y que acabó en Londres. Son legión las piezas robadas o vendidas, con o sin permiso de sus custodios. Por hablar sólo del patrimonio español en Nueva York, recordamos el ábside románico segoviano de Fuentidueña, los sepulcros leridanos de los Condes de Urgel o el patio renacentista del Castillo de Vélez Blanco, tres casos emblemáticos que hoy adornan museos en aquella ciudad.
En fin, los tristes incendios recientes que han afectado a nuestro patrimonio, y que han bordeado la tragedia en Córdoba o las Médulas, nos hacen pensar en ese catálogo evanescente de los lugares míticos que se han perdido a lo largo de las edades en diversos lances y percances: no sólo guerras o accidentes inevitables –como terremotos, incendios o inundaciones– sino, sobre todo, por negligencias muy variadas, cuando no puro egoísmo o avaricia, que nos han privado de algunos lugares, piezas o monumentos que se han perdido para siempre. Ninguna de nuestros grandes lugares es inmune a este tipo de pérdidas, pero las más de las veces son evitables, y eso es lo que más conviene recordar: es nuestro deber pensar y planear con antelación la protección y la salvaguarda de estos bienes del patrimonio material y, a veces, inmaterial. Desde luego que la empresa bien lo merece.
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